Diari d'estiu (10)
La síndrome de Russell.
L'estiu està a punt
d'acabar i encara que durant el dia la temperatura pot arribar a ser una
mica calorosa, per les nits refresca.
Ha estat un estiu molt
carregat en el que no he parat de moure’m i d'estar-me quiet al mateix temps, entotsolat.
A meitat d'agost vaig
anar a dinar i a visitar el santuari de la Mare de Déu del
Mont, un retir que freqüentava Jacint Verdaguer i des del qual es divisa el Canigó. Va
ser una jornada de temperatura xafogosa i l'atmosfera era tan densa que no
permetia contemplar del tot la magnífica vista que ofereix el seu mirador.
Malgrat la densitat i el
pes de l'aire, se’m va acostar un pardal, em va observar, alguna cosa em va dir
i va marxar. Em va recordar a una antiga amiga que anava i venia igual, com el
pardal, i que quan em mirava de front assegurava que no em sentia amb claredat,
per això es tapava els ulls amb una bena, per provar d'entendre per si mateixes
alguna de les meves paraules. L'ardit, però, fracassava perquè no era una dona
que fos capaç de comprendre res important si no llegia els llavis dels altres
quan li parlaven.
En el meu cas,
malauradament, mai semblaven coincidir els uns amb les altres, els llavis amb
les paraules, els dos aparentaven dir coses diferents, anar cadascú pel seu
costat o pertànyer a sistemes de comunicació tan allunyats entre si com el
silenci i el soroll, els músics i la música, igual que el cant d'un pardal o
d’una cadernera que no saps del tot si és una cosa o l'altra.
Era un dilema terrible
que, curiosament, em turmentava més a mi que a ella.
Jo li proposava tapar-se
també, a intervals regulars, les orelles amb cera i atendre per un instant
només al moviment dels meus llavis i fer de tot això la mitjana aritmètica ponderada
amb una desviació estàndard típica i procurar trobar així la mesura correcta de
dispersió, però no, tampoc era una bona solució. En matemàtiques, dispersió significa el grau de distanciament
d'un conjunt de valors respecte al seu valor mitjà, però en els interessos
comuns de la vida quotidiana de les persones no hi ha cap conjunt de valors
sobre el qual es pugui determinar això, el seu valor mitjà, excepte si ets
barber, que en aquest cas és zero.
La història del barber :
En un llunyà poblat d'un
antic emirat hi havia un barber anomenat As - Samet destre en afaitar caps i
barbes, mestre en escamondar peus ia posar sangoneres. Un dia l'emir es va
adonar de la manca de barbers a l'emirat, i va ordenar que els barbers només
afaitessin a aquelles persones que no puguin fer-ho per si mateixes. Cert dia
l'emir va cridar a As - Samet perquè ho afaités i ell li va explicar les seves
angoixes :
- Al meu poble sóc
l'únic barber. No puc afaitar al barber del meu poble, que sóc jo !, Ja que si
ho faig, llavors puc afaitar per mi mateix, per tant ¡ no hauria afaitar !
Però, si per contra no m'afaito, llavors algun barber hauria afaitar, però jo
sóc l'únic barber d'allà !
L'emir va pensar que els
seus pensaments eren tan profunds, que el va premiar amb la mà de la més
virtuosa de les seves filles. Així, el barber As - Samet va viure per sempre
feliç.
Això té a veure, com hem
pogut comprovar si hem accedit i llegit l'enllaç, amb la famosa Paradoxa de Russell que, en alguns casos com el meu, es
transforma en la menys famosa, però no menys abundant, Síndrome de Russell de la què, estranyament, encara no hi
ha cap entrada a la Viquipedia, i que consisteix en una cosa senzilla però
tràgica: ser l'únic membre que acompleix la propietat per formar part d'un
conjunt que no és membre de si mateix.
És tràgic i paradoxal
també perquè no permet lliurar-se de la promesa que Groucho Marx es va fer a si
mateix i que jo intento també complir, no pertànyer mai a un club que et
tinguin com a membre.
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Perdó per la dispersió,
però és inevitable quan l'atmosfera és densa i l'aire pesa més que un pardal i
que el meu cor.
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Diario de verano (10)
El síndrome de Russell.
El verano está a punto de terminar y aunque durante el día la
temperatura puede llegar a ser todavía algo calurosa, por las noches refresca.
Ha sido un verano repleto en el que no he parado de moverme y de
estar quieto al mismo tiempo, ensimismado.
A mitad de agosto fui a comer y a visitar el santuario de la Mare de Déu del
Mont, un retiro que frecuentaba Jacint Verdaguer y desde el que se divisa el Canigó.
Fue una jornada de temperatura bochornosa y la atmósfera era tan densa que no
permitía contemplar la magnífica vista que ofrece su mirador.
A pesar del peso del aire, se me acercó un gorrión, me observó,
algo me dijo y se fue. Me recordó a una antigua novia que iba y venía igual que
el gorrión y que cuando me miraba de frente aseguraba que no me oía con
claridad, por ello se tapaba los ojos con una venda, para probar de entender
por sí mismas alguna de mis palabras. El ardid, sin embargo, fracasaba porque
no era una mujer que fuera capaz de comprender nada importante si no leía los
labios de los demás cuando le hablaban.
En mi caso, desgraciadamente, nunca parecían coincidir los unos
con las otras, los labios con las palabras, ambos aparentaban decir cosas
diferentes, ir cada uno por su lado o pertenecer a sistemas de comunicación tan
alejados entre sí como el silencio y el ruido, los músicos y la música, igual
que el canto de un gorrión o de un jilguero que no sabes bien si es una cosa o
la otra.
Era un dilema terrible que, curiosamente, me atormentaba más a mí
que a ella.
Yo le proponía taparse también, a intervalos regulares, los oídos
con cera y atender por un instante sólo al movimiento de mis labios y hacer de
todo ello la media aritmética ponderada con una desviación estándar típica y
procurar hallar así la medida correcta de dispersión, pero no, tampoco era una
buena solución. En matemáticas, dispersión significa el
grado de distanciamiento de un conjunto de valores respecto a su valor medio, pero en los intereses comunes de la
vida cotidiana de las personas no hay ningún conjunto de valores sobre el que
se pueda determinar eso, su valor medio, excepto si eres barbero, en cuyo es
caso es cero.
En un
lejano poblado de un antiguo emirato había un
barbero llamado As-Samet diestro en afeitar cabezas y barbas, maestro en
escamondar pies y en poner sanguijuelas. Un día el emir se dio cuenta de la
falta de barberos en el emirato, y ordenó que los barberos sólo afeitaran a
aquellas personas que no pudieran hacerlo por sí mismas. Cierto día el emir
llamó a As-Samet para que lo afeitara y él le contó sus angustias:
—En mi
pueblo soy el único barbero. No puedo afeitar al barbero de mi pueblo, ¡que soy
yo!, ya que si lo hago, entonces puedo afeitarme por mí mismo, por lo tanto ¡no
debería afeitarme! Pero, si por el contrario no me afeito, entonces algún
barbero debería afeitarme, ¡pero yo soy el único barbero de allí!
El emir
pensó que sus pensamientos eran tan profundos, que lo premió con la mano de la
más virtuosa de sus hijas. Así, el barbero As-Samet vivió para siempre feliz.
Ello tiene que ver, como hemos podido comprobar si hemos accedido
y leído el enlace, con la famosa Paradoja
de Russell que, en algunos
casos como el mío, se transforma en el menos famoso, pero no menos abundante, Síndrome de Russell del que, extrañamente, todavía no
existe ninguna entrada en la Wikipedia, y que consiste en algo sencillo pero
trágico: ser el único miembro que cumple la propiedad para formar parte de un
conjunto que no es miembro de sí mismo.
Es trágico y paradójico también porque no permite librarse de la
promesa que Groucho Marx se hizo a sí mismo y que yo trato también de cumplir, no
pertenecer jamás a un club que te admitan como miembro.
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Perdón por la dispersión, pero es inevitable cuando la atmósfera
es densa y el aire pesa más que un gorrión y que mi corazón.
2 comentarios:
Si será mi dispersión que convencida estaba de haber dejado comentario ya en este texto.
Pero no, resulta que lo pensé pero no lo hice. Vya usted a saber dónde he colocado yo mi valor medio, que también debe andar perdido, como mi cabeza.
He leído hace poco que nos guste o no, nos define el club al que pertenezcamos. Por eso yo opino como usted y Marx,sólo que lo mio es purita pereza, no me da la gana pertenecer al club de otro, bastante tengo con el mío. Y mucho menos para que me señalen y me definan, qué agobio, tanto como con el calor.
Algo recuerdo de Russel y el conjunto de unos bolsillos que pertenecían a sí mismos pero entonces no, como su barbero. La teoría de conjuntos era apasionante pero también me perdía en ella. Probablemente no tenga nada que ver pero eso, acháquese de nuevo a mi dispersión.
Por eso se me ocurre, centrarme en lo sencillo, diferenciar el canto del gorrión y el jilguero. Como quien mira fijamente las rayas entre baldosas con la finalidad de exteriorizar pensamientos y acabar con los bucles dañinos que espesan los aires.
Pues asi. Se me ocurre.
Un beso expresivo.
¿Cuántas veces nos ha ocurrido, querida Marga, pensar que hemos hecho algo cuando en realidad está todavía por hacer?
Y viceversa también, querer hacer algo que ya hicimos, pero que hemos olvidado que ya estaba hecho.
No es lo mismo, pero yo una vez me presenté en una fiesta de cumpleaños al día siguiente.
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Somos, queramos o no, de la leche que hemos mamado, para bien y para mal lo somos.
Una de las cosas que más me estremecen son las historias de envidias, venganzas y ajustes de cuentas que se dan en las guerras civiles, ese odio subterráneo que se incuba con la leche que nos da nuestra madre, como un cáncer que no sólo mata a la víctima.
Los de ahora son días en los que sobrevuela nuestros cielos un buitre, un viejo conocido que simboliza perfectamente ese odio, alguien que, como dicen algunos, nos ha de visitar cada 50 años para, con su hedor y pestilencia, reconducir las cosas.
Pero mi post no está escrito con esa clave, era, verdaderamente, un recuerdo de esa antigua novia que tuve y a la que quise mucho, y que, como las madalenas, me ha llevado al dilema de no saber encontrar la diferencia entre lo que se escucha y lo que se mira, entre lo que se oye y se ve. Entre lo que se dice y lo que se piensa, no conseguir que alguien que quieres te entienda tal vez porque, o ella o yo, somos ese gorrión que llega, que mira, que dice algo y que se va.
Es una rara soledad marxista a la que únicamente le queda la ironía para no romper a llorar desconsoladamente.
Pero no me haga mucho caso, sigo disperso, es una manera de estar emocionado y sensible, ensimismado, es decir, con una desviación estándar cercana a cero que te permite ver impávido y atento cómo llega irremediablemente el invierno.
Gracias por el beso, igual para usted.
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