Hemeroteca peletera
El sentido de la marcha.
La tradición editorial anglosajona tiene la buena o la mala costumbre de escribir los títulos en los lomos de los libros de arriba abajo, en cambio, en el resto de mundo la norma es básicamente a la inversa, de abajo arriba. Cuando ordenamos los libros verticalmente hemos de ir girando y torciendo la cabeza, como si estuviéramos en un extraño partido de tenis, para poder leer sus títulos. Pero si nuestro hábito es apilarlos horizontalmente nos encontramos con un reto mucho más difícil todavía a no ser que seamos saltimbanquis o contorsionistas circenses.
“La tradición anglosajona utiliza este método en los lomos de los libros porque considera que de esta forma se puede leer igualmente en vertical que apilados horizontalmente; y así es, no es un detalle menor. El pequeño inconveniente es que en vertical se lee mejor de abajo arriba que al revés, es una cuestión ergonómica: la lectura de idiomas occidentales va de izquierda a derecha, y su equivalente vertical es de abajo hacia arriba, ambos en el sentido de las agujas del reloj. En vertical de abajo hacia arriba leemos un texto “que sube”, y al revés un texto “que cae”. Sólo hay que hacer la prueba y nos daremos cuenta que es más fácil uno que otro. Pero claro, cuando hay varios libros reposando en una mesa o estantería no hay forma de leerlos fácilmente porque los títulos en los lomos quedan boca abajo, en decúbito supino, en lugar de quedar en decúbito prono para que se puedan leer.
Esta práctica de origen anglosajón proliferó, y ahora, nuestras editoriales y las del resto del mundo, adoptan una u otra según el gusto y criterio que cada una considere mejor.” (Albert, dixit)
Esa es una anécdota tonta, la verdad, pero con profundas y graves repercusiones en la salud de nuestras cervicales que son sometidas a un estrés desmesurado. Tal riesgo no creo que sea justo asumirlo ni la pasión por el saber pueda exigirlo tampoco de nosotros, pobres humanos que ya tenemos bastantes dilemas cuando hemos de organizar una estantería.
Ya sé que debería pedir consejo a un bibliotecario o archivista, un gremio que, dicho sea de paso y según dicen, es básicamente gay por razones que desconozco y que se me escapan, y que no estoy dispuesto a averiguar a estas alturas de mi vida. Sea como sea, siempre he pensado que la mejor solución es un desorden ordenado o viceversa y que la tipografía, al darme cuenta de los numerosos libros que conservo dedicados a ella, es una disciplina sutil y tan misteriosa como la inclinación sexual de las personas. ¿Por qué?, porque se puede escribir lo mismo de formas muy diferentes logrando, al mismo tiempo, que todo el mundo te entienda y te lea, o casi. Para ello también existe, o debería de existir, como Albert indica, la tipografía ergonómica, disciplina que nos habría de facilitar la lectura y al mismo tiempo velar por nuestra salud ósea y ocular.
“Existe, de hecho es una de sus obligaciones: que sea legible, al igual que una silla que aguante el peso de un cuerpo reposando en ella. Lo que también encontramos es la excepción, letras en el límite de la comprensión visual, cosas de las vanguardias gráficas… (¡) Una tipografía puede ser muy expresiva y de formas no convencionales, licencia admisible siempre y cuando sea legible.)
A veces este extremo se ha dado por pura necesidad, por falta de espacio, como los textos manuscritos escritos en condiciones clandestinas como un campo de concentración, cartas o crónicas en los márgenes de una cajetilla de cerillas. Las letras manuscritas góticas, muy difíciles de leer por ser tan estrechas, se crearon para aprovechar al máximo el espacio de los pergaminos, hechos a base de piel de carnero, escasa y carísima. Incluso algunos caracteres se fusionaban (logotipos) para aprovecha todavía más el espacio. Luego, con la invención por Gutenberg de las letras móviles (la imprenta) se empezó siguiendo este diseño, también por la misma razón y por tradición.” (Albert dixit)
El orden de lectura es igual que el sexo y la simetría de los seres vivos que saben, sin saberlo, dónde está el frente o la espalda, la derecha o la izquierda, el arriba o el abajo y el sentido de la marcha.
¿Qué criterio debo usar para ordenar mi librería?, ¿el tema, el autor o el tamaño? ¿Cuál quiero que sea su sentido de la marcha?
El tamaño siempre ha sido importante incluso para no darle importancia. En tipografía el tamaño de la letra es clave, pero el tema y el autor son, sin duda, fundamentales.
¿O quizá debería tener en cuenta el tono cromático de los lomos?, ¿he de intentar darle un sentido estético y colorístico en lugar de lo que parecen ser todas las librerías que no contienen enciclopedias: el caos ordenado de una pintura de Pollock?
En una de las habitaciones de esta casa empezó Albert a dibujar sus primeras portadas de libros que le encargaban Planeta, Dopesa y otras editoriales. Yo me dormía con su luz encendida mientras él seguía trabajando hasta muy avanzada la madrugada en una mesa de dibujo que ahora hemos tenido que abandonar con profunda tristeza y frustración. En aquellos años de su juventud diseñó portadas de todas clases, temas y tamaños. Primero se leía enteros los libros, o en su lugar uno de los resúmenes que escribían los asesores literarios de la editorial que aconsejaban, o no, su publicación. Había algunas de ellas que daban libertad al diseñador y confiaban en su criterio, pero otras indicaban claramente y sin ambigüedades qué querían.
¿Dónde se encontraba la libertad del artista en esas últimas?
En sobrevivir y conseguir cobrar, y también en el ingenio que demostraba en hacer lo que le daba la gana logrando que el editor creyera que seguía sus indicaciones. Como en la vida misma, decir que sí a todo para hacer luego lo que te apetece. Una especie de lógica y de orden desordenado que permite que aparezcan la buena convivencia, la sorpresa y la casualidad.
¿Viajar con poco equipaje o no saber lo que hay en el maletero?, ¿una casa grande o una pequeña?, ¿dos camas o cinco mesas?
¿Vivir solo?
Me he olvidado de las sillas, pero en estas vacaciones volví a ver “Cabaret”, de Bob Fosse, y a la espléndida Minelli y su extraordinaria piel blanca levantándose y sentándose, una y otra vez, de las sillas en su famoso número. Así que. . . no sé, creo que me faltan sillas para tanta bailarina.
En la fotografía que muestro aparece uno de los libros de Taschen sobre Serge Jacques, uno de los fotógrafos eróticos más renombrados gracias a su obra que se publicó, en buena parte, en “Paris Hollywood”, una revista francesa en la que se veía a las chicas no solamente depiladas de sus vellos púbicos con goma de borrar, sino directamente emasculadas, castradas. Así era la hipocresía de aquellos tiempos, los años cincuenta y sesenta, que no permitía enseñar la vellosidad de la entrepierna femenina ni lo que ésta adornaba. Por suerte, en esa recopilación de su obra las modelos nos muestran, en todo su esplendor, lo que tapó la censura y lo que la naturaleza les ofreció al llegar a la pubertad, conocimiento que ha de ser necesariamente útil para la historia de la fotografía y del arte en general.
“En “Paris Hollywood” hay de todo según las diferentes épocas, en los años cincuenta afeitaban y emasculaban, después ya no. Donde hay pelo hay alegría. Yo pasé de ver señoras sin el bello púbico a ver revistas naturistas donde aparecían casi con barba y bigote, fotos clandestinas en blanco y negro compradas en el puerto o en el barrio chino barcelonés donde los actores llevaban antifaces. Y en medio de todo ello el Playboy, el más honesto que, simplemente, no lo enseñaba todo, tal vez por eso me gustan más las mujeres medio vestidas o medio desnudas, que no desnudas del todo, pero, como tú mismo dices, todo el mundo quiere y anhela pasearse por playas nudistas como si tuvieran prisa para ir al crematorio”. (Albert dixit)
Los vellos púbicos siempre han sido muy populares entre la población, es un asunto, por así decirlo, clásico, que nunca pasa de moda y que antes, por lo menos, en nuestra historia reciente y ámbito geográfico, siempre tenía el éxito asegurado. En cambio, la tipografía era, hasta hace poco, un saber muy especializado y conocido solamente entre impresores y diseñadores que en la actualidad se ha popularizado gracias a los procesadores de textos informáticos. Arial, Helvética, Univers, Times, Garamond, eran palabras sin significado para la mayoría de personas alfabetizadas.
Los vellos púbicos siempre han sido muy populares entre la población, es un asunto, por así decirlo, clásico, que nunca pasa de moda y que antes, por lo menos, en nuestra historia reciente y ámbito geográfico, siempre tenía el éxito asegurado. En cambio, la tipografía era, hasta hace poco, un saber muy especializado y conocido solamente entre impresores y diseñadores que en la actualidad se ha popularizado gracias a los procesadores de textos informáticos. Arial, Helvética, Univers, Times, Garamond, eran palabras sin significado para la mayoría de personas alfabetizadas.
Ya se que las “pilosidades” genitales no tienen nada que ver con la tipografía, que es una manera de pillar el rábano por las hojas, pero los tiempos cambian y en ellos aparecen nuevas profesiones: diseñador de órganos o de monedas virtuales, arquitecto de realidad aumentada, cirujano amnésico, agricultor urbano, pronosticador o peluquero íntimo que transforma las selvas frondosas en parques con el césped bien cortado y los setos podados de la misma manera que ahora también podemos elegir el tipo de letra en el que enviamos un simple watsApp. Pero nadie es capaz de decirnos todavía, a ciencia cierta y fuera del mundo de las opiniones, qué es mejor, sí los títulos de los lomos de los libros deben escribirse de arriba abajo o al revés.
Eso sí, en mi mesita de noche he colocado una brújula que indica claramente que duermo con la cabeza en dirección al Norte, apuntando, más o menos, hacia Noruega, un país que tiene fiordos, petróleo, que cría zorros y visones para peletería, que caza ballenas, que no usa el euro ni pertenece a la UE y que, a principios del siglo XX, se independizó de Suecia de manera amistosa. Cosas de los pueblos civilizados.
Así, mi cuerpo gira en el mismo sentido de la marcha que lo hace la rotación terrestre excepto cuando viene mi novia a visitarme que consigue, de una manera sorprendente y muy habilidosa, cambiar el eje del planeta y lograr que el Norte se vaya al Sur y viceversa, igual que en mi librería en la que cada libro apunta hacia polos diferentes en los que los seises parecen nueves y los nueves seises.
Mi padre se pasaba horas hojeando esos libros tipográficos, parsimoniosamente y con mucha atención observaba las letras y aunque ya había perdido la capacidad de leer, escribir y hablar, suponemos que en ellas encontraba la variedad fisonómica y topológica de algo conocido, familiar y vagamente recordado que le agradaba. Tal vez buscaba una voz, su nombre olvidado, escrito en alguna de aquellas páginas con tantas letras, tipos y caracteres diferentes, de abajo arriba o de arriba abajo.
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“Sólo recuerdo la emoción de las cosas” dice Antonio Machado, “y se me olvida todo lo demás”. (…) Tocar esta Cartilla Escolar Antifascista, recorrer sus páginas, es acordarse casi imposiblemente de las cartillas en las que nos enseñaron a leer, revivir con la imaginación y la ternura, la voz de nuestra madre o de nuestra abuela que repetían despacio sílabas y palabras que para ellas también eran difíciles. Aquí, en las palabras y en las letras, está la poesía elemental y sagrada de la escritura, ese prodigio que de niños tanto nos impresionaba, el de la invocación de las cosas. Tan usuales para el adulto, para el entendido, las formas alfabéticas se nos revelan de pronto en toda su dificultad y su misterio cuando queremos enseñar a otros a leer, cuando observamos la lentitud y la incertidumbre con que una voz descifra los sonidos o con la que un dedo índice recorre una línea de palabras. Es como aprender a caminar, nos damos cuenta entonces, como cuando un niño empieza a soltarse de la cercanía de su madre y se atreve a avanzar hacia el centro vacío de una habitación: qué paciencia nos hace falta para ayudar a un hijo a que empiece a leer, qué alegría compartida e íntima cuando de nuestra mano por la calle, señala hacia un letrero y nos lo lee en voz alta, con la felicidad de haber ingresado de verdad en la comprensión del mundo, aunque de ello sólo se den cuenta los niños y los analfabetos, está hecho sobre todo de palabras escritas, y quien no sabe leer está ciego, privado del conocimiento, tan excluido como un paria.” (La emoción de las cosas, Antonio Muñoz Molina. El País, 20 de diciembre de 1997)
“Sólo recuerdo la emoción de las cosas” dice Antonio Machado, “y se me olvida todo lo demás”. (…) Tocar esta Cartilla Escolar Antifascista, recorrer sus páginas, es acordarse casi imposiblemente de las cartillas en las que nos enseñaron a leer, revivir con la imaginación y la ternura, la voz de nuestra madre o de nuestra abuela que repetían despacio sílabas y palabras que para ellas también eran difíciles. Aquí, en las palabras y en las letras, está la poesía elemental y sagrada de la escritura, ese prodigio que de niños tanto nos impresionaba, el de la invocación de las cosas. Tan usuales para el adulto, para el entendido, las formas alfabéticas se nos revelan de pronto en toda su dificultad y su misterio cuando queremos enseñar a otros a leer, cuando observamos la lentitud y la incertidumbre con que una voz descifra los sonidos o con la que un dedo índice recorre una línea de palabras. Es como aprender a caminar, nos damos cuenta entonces, como cuando un niño empieza a soltarse de la cercanía de su madre y se atreve a avanzar hacia el centro vacío de una habitación: qué paciencia nos hace falta para ayudar a un hijo a que empiece a leer, qué alegría compartida e íntima cuando de nuestra mano por la calle, señala hacia un letrero y nos lo lee en voz alta, con la felicidad de haber ingresado de verdad en la comprensión del mundo, aunque de ello sólo se den cuenta los niños y los analfabetos, está hecho sobre todo de palabras escritas, y quien no sabe leer está ciego, privado del conocimiento, tan excluido como un paria.” (La emoción de las cosas, Antonio Muñoz Molina. El País, 20 de diciembre de 1997)
4 comentarios:
Pregunte, pregunte, señor Peletero, esta que suscribe empezó, y terminó que es aún mucho más importante dada su trayectoria diletante, Biblioteconomía y Documentación. Largo, y raro, nombre. Y aunque tenga un amigo gay y bibliotecario, le aseguro que por mayoría ganábamos los heteros.Yo diría, si me apura usted, que era más bien un gremio de bisexuales y parranderos, ya ve, al menos el curso que a mí me tocó vivir. Mucho golfo es lo que había, contradiciendo el tópico de el/la bibliotecaria riguroso pidiendo silencio y censura. Qué tiempos...
Pero mis libros siempre desordenados, ays, en cualquier estante o mesa. Las intenciones cuando uno los coloca nunca paran en ningún lado, no hay puerto que los contenga. Por temas generales y dentro de estos por tamaño, suele ser la más común de la ordenacion casera aunque claro, nunca se me había ocurrido ese juego de kamasutra que usted se trae con los lomos. Y ahora me hallo descolocada. Lo pienso un poco más.
En cuanto a la depilación es un tema confuso hoy en día. Mis sobrinos se depilan el cuerpo entero, mis sobrinas se andan dejando los vellos largos. Un sindios, ya le digo. Cosas de la juventud. Y en el porno desde hace tiempo imperan los rasurados completos. Según me cuenta el depravado y enteradillo de mi novio, la única razón es que el sexo masculino parece más grande y eso les hace sentir ufanos. El tamaño siempre importa, querido Watson, que diría un Sherlock desencantado.
Yo opto por dejarme las venas largas. Y por la cartilla Palau y los cuadernillos Rubio, cuando todo era seguir puntitos. Empezaban a domesticarnos pero aún no.
Besos con tejuelo.
Me parece, querida Marga, que debo de haber oído campanas y no sé exactamente qué campanario las repica, y aunque en todas partes y gremios cuecen habas, en algunos, por lo que veo, caldeiradas enteras.
Las cuestiones peludas siempre han sido confusas y, valga la expresión, peliagudas, enrejadas, ensortijadas, enmarañadas y sometidas a las modas, querida Sherlock, así que o te quedas calvo o te peinas, no hay otra.
tejuelo.
(Del dim. p. us. de tejo1).
1. m. Cuadro de piel o de papel que se pega al lomo de un libro para poner el rótulo.
2. m. Ese mismo rótulo.
3. m. Mec. Pieza donde se apoya el gorrón de un eje vertical.
4. m. Veter. Hueso corto y muy resistente, de forma semilunar, que sirve de base al casco de las caballerías.
5. m. ant. Juego de la chita o del chito, en que se tira con un tejo.
¿Con cuál me quedo?
Besos a elegir.
Jajajaja.
Pero con el juego, señor Peletero, siempre con el juego, no lo dude. Que rótulos ya hay demasiados.
Siempre el juego, sí, querida Marga, siempre estamos jugando.
A propósito de ello permítame citarle unas frases que ya usé en un viejo post. Aparecen en el primer capítulo de “La ciudad de las patrañas”, titulado “Joyas de la biblioteca de un jugador” del director de teatro y de cine norteamericano David Mamet. En él nos cuenta una pregunta aparentemente insignificante que su padre le formuló, al anunciarle una tarde, que iba a jugar a las cartas.
“¿Todavía juegas?”, le preguntó. ¿Tenía esa pregunta algún significado escondido? Mamet se responde y nos indica que:
“Lo que mi padre quiso decir fue lo siguiente: ¿Todavía necesitas las restricciones artificiales de un juego de reglas fijas? ¿Todavía necesitas un campo delimitado, y no te das cuentan de que el Juego tiene lugar constantemente a tu alrededor?”
Así es, siempre estamos jugando sin reglas ni árbitros.
Besos sin farol.
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