Hemeroteca peletera.
La luz del fin del mundo.
(…) En el caso de que
Sarajevo siga existiendo, lo que no parece seguro, porque lo abandonan los
judíos, los últimos setecientos que quedan de la gran comunidad.
Los judíos pueden marchar.
Deben marchar, para que su comunidad pueda sobrevivir. Lo único y más precioso
que todavía les quedaba en la ciudad, el antiguo cementerio con sus magníficos
mausoleos y piedras sepulcrales, se ha convertido en el blanco principal de los
tiroteos serbios.
Pero ¿qué será de Sarajevo
si lo abandonan los judíos? Si los judíos, junto con los musulmanes, los
croatas y los serbios formaban la carne y huesos de Sarajevo. Una noche, en
Jerusalén, alguien me dijo que Sarajevo y Jerusalén son las únicas ciudades del
mundo donde viven en armonía los adeptos de cuatro religiones importantes.
Los judíos ahora intentan
sinceramente pagar a los musulmanes lo que estos hicieron por ellos hace
quinientos años cuando salvaron las vidas de aquellas muchedumbres expulsadas
de España. Los judíos no quieren huir solos, les gustaría que les acompañaran
todos sus amigos que están en peligro. Pero los “humanistas” internacionales no
les dejan llevarse a nadie. Siempre la misma canción: ¿qué pasaría si todo el
mundo marchara?
Estoy seguro que nuestros
judíos regresarán algún día, pero su éxodo actual significa que el plan de
Karadzic: matar o expulsar a los que pertenecen a otras etnias o creencias.
Llegarán a cumplirse las palabras que el monstruosos Cosic dijo en su día al
monstruoso Karadzic: “Adelante hasta que lo imposible se haga posible”.
(“Los judios se van de
Sarajevo”, Zlatko Dizdarevic, La Vanguardia de Barcelona, martes 19 de septiembre
de 1995)
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En una ocasión, una amiga me
contó que un antiguo y ya anciano amante suyo ginebrino, un judío sefardí
soltero, se había enamorado, hace de ello ya 40 años, de una austríaca de Steiermark
de familia manifiestamente antisemita y nazi. La vida tiene cosas sorprendentes
como ésa.
Según parece, su viejo
amante, llamado Julien, tiene la mala costumbre de escribir novelas plomizas
que no publica y que intenta leérselas a sus sacrificados amigos por teléfono
que se duermen irremediablemente, aburridos y fastidiados, colgados del
auricular.
Siempre cuenta la misma
historia en un francés alambicado y demasiado culto que ningún joven de ahora
entendería: es el cuento, repetido mil veces, de su viejo amor austríaco que lo
abandonó un día lejano, enviándole por transportista dos maletas con las cosas
de él que había en su casa de Viena.
De eso ya hace muchos años,
sucedió en su madurez, pero las maletas todavía están por abrir en el recibidor
de la casa de Julien en Ginebra, así que no sabe si en ellas se encuentran sus
pertenencias, calcetines, camisas y calzoncillos, o también hay las joyas de su
madre que él le regaló, amorosa y desinteresadamente, a la austríaca. No lo
podrá averiguar hasta que no las abra, pero dice que no piensa hacerlo mientras
viva, así que los sufridos amigos, que ahora escuchan sus novelas por teléfono,
deberán, cuando fallezca, vaciar la casa y entregar sus magras posesiones a
instituciones benéficas, y al hacerlo se encontrarán, al tener que abrir las
maletas, con un tesoro digno de If, o bien con la amarillenta ropa interior de
un hombre, vieja, descolorida y con las gomas y los elásticos de los
calzoncillos cedidos.
Sin embargo, también me ha
contado mi amiga, que Julien conservó la mejor y la más preciada de esas joyas
de su madre, un bello collar de zafiros deslumbrantes de luz, para regalárselo
a ella misma, a mi amiga. Lo chocante es que tuvo que hacerlo en presencia de
su marido –en una visita que ambos hicieron a Ginebra- que no estaba,
naturalmente, al corriente de la relación erótica y extraconyugal de su esposa
con aquel hombre refinado y apocado que tenía delante de sus narices y que le
hablaba en un francés raro.
Dice mi amiga que Julien
llamó aparte a su esposo, un individuo alto, fornido y deportista, para
explicarle el propósito de ofrecerle a su mujer tan hermoso recuerdo y presente
y que por ello no quería que se sintiera ofendido ni que mal pensara de ambos pues
solamente lo hacía por la entrañable amistad que unía a los dos, nada más. El
marido, al escucharle, se quedó algo aturdido y sorprendido por la declaración
y el regalo tan valioso que le hacían a su esposa, él nunca le había reglado
nada tan caro, se sintió celoso y descolocado, pero la sinceridad de Julien lo
desarmó llegando a creer solamente lo que de sí mismo y de su mujer le
explicaba aquel hombre pequeño, delgado, tímido y poca cosa. Todo era verdad,
pero no era ni toda la verdad ni exactamente la verdad aunque nada era mentira.
Mi amiga es una maestra en el
arte de la ironía, ella es también una ferviente partidaria, como yo, de no
creer nada de lo que le cuentan y solamente la mitad de lo que ve. Es bueno
conservar el humor como ella hace porque la vida no nos ofrece demasiados
momentos para cultivarlo.
No obstante, es necesario
afirmar también que aunque ésta parezca una historia cómica, graciosa, de
enredo conyugal o erótico, el típico cornudo engañado por su esposa con el
hombre del que menos podía sospechar, no lo es, toda ella es triste y la ironía
de mi amiga en realidad esconde, al mismo tiempo que muestra, un miedo, una
salvaguarda, un escudo protector frente a la inocencia perdida, el mundo y sus
vicisitudes que no albergan piedad alguna ni ofrecen ventajas a sus pobres
actores que interpretan papeles que no les gustan, pero que, sin ser muy
conscientes de ello, han elegido por si solos.
La austríaca se llamaba Eva,
pero ignoro el nombre de la madre de Julien que según me contó mi amiga era una
mujer extraordinaria, culta, inteligente, con personalidad, que hablaba más de diez idiomas, como
la mayoría de judíos, y entre ellos un hermoso castellano medieval, que siempre
le fue fiel a su esposo incluso después de enviudar, y que, desgraciadamente,
murió de cáncer en Barcelona cuando Julien era todavía un joven que acaba de
terminar sus estudios de Derecho. Mi amiga la admiraba y quizá pensó después, al
seducir a su hijo, que ella también poseía sus virtudes.
La historia tiene, sin duda,
corolarios que aún ignoro, pero que procuraré averiguar más pronto que tarde
porque ya no me queda mucho tiempo, antes de irme he de hacer mis propias
maletas y aparte de llenarlas de calcetines agujereados y calzoncillos sin
glamour, he de meter en ella toda mi cabeza, mi ciudad con sus habitantes y
árboles incluidos, tanto los vivos como los fallecidos porque para mi no hay
diferencia ninguna entre los unos y los otros. Tengo la sensación de parecerme
a Julien y estar escribiendo siempre la misma historia, la de una aventura que
todavía no ha terminado y que me obsesiona porque sin ella no puedo seguir
viviendo.
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“El faro del fin del
mundo”, una torre que en 1971 se construyó en medio del cabo de Creus para
filmar la película “La luz del fin del mundo”, será definitivamente demolido,
casi cinco lustros después de que este agreste paisaje fuera elegido como
escenario natural para el rodaje del film. La película, inspirada en un relato
de Julio Verne, estaba protagonizada por Kirk Douglas, Yul Brinner y Samantha
Edgard, y en ella también intervino Fernando Rey.
(...)
Los responsables
municipales señalan que la torre, situada en la zona de reserva integral del
futuro parque natural del cabo de Creus, causa un gran impacto visual en el
medio, a la vez que confunde a los turistas que visitan la zona, muchos de los
cuales creen que se trata del antiguo faro. Representantes del Ayuntamiento de
Cadaqués se reúnen hoy con miembros del Puerto de Barcelona para solicitar que
ese organismo retire también de la zona de cabo de Creus una antigua sirena de
señales.”
(Antoni F. Sandoval, La Vanguardia de
Barcelona, martes 19 de septiembre de 1995)
4 comentarios:
Una bella historia, señor Peletero, que me deja no obstante un sensación de tristeza, no sé si por su amiga, el marido o el amante. Tal vez por todos, todos buscando fulgor encontramos papeles que nos suelen quedar holgados.
Extraño afán este de vestir a la vida. Ya, usted lo sabe mejor que yo.
Para mí tampoco hay diferencia entre mis vivos y mis muertos. Me gustó ver escrita esa idea en usted.
No olvide doblarlo todo bien antes de guardarlo... luego es menos complicado.
Besos con pliegues
Gracias por sus palabras, querida Marga, pero yo no sé nada, sólo procuro contar lo que soy capaz de ver.
La idea de igualdad entre los vivos y los muertos, permítame la ironía, supera la vieja aspiración de la revolución francesa, va más allá.
Ahora en serio, ¿le puedo preguntar por qué le gustó ver escrita esa idea en mí? No paro de hablar de los muertos y de la muerte. Todo el mundo afirma que ella forma parte de la vida, pero yo no puedo dejar de sospechar que la verdad es la contraria, es la vida la que forma parte de la muerte.
Gracias por su consejo, lo haré, no me gusta planchar, pero antes de llenar la maleta es mejor hacerlo, doblarlo todo y guardarlo bien, vale la pena ser pulcro.
Besos planchados, pero sin almidón.
Pues por eso, señor Peletero, porque usted habla de los muertos, algo poco habitual al menos en este medio. Es como si no existieran y será que los míos siempre están presentes. No tema, no como presencias espectrales, más bien como presencias inevitables. No estar no significa no ser... no puede dejar de sentir quien se queda. Algo así me pareció leer.
Y sea quien sea quién pertenece a quién el resultado es el mismo, no le parece? Usted y yo somos y estamos. De ahí todas estas revueltas, que nos las podamos permitir. Para entretener a la vida y despistar a la muerte.
Besos coleando
Me alegra que coincidamos en eso, querida Marga. En buena parte todo consiste en la experiencia del paso del tiempo, para mí no siempre transcurre del pasado al futuro pasando por el presente, tal vez por ello escribimos, para dejar constancia de otra manera de ordenar las cosas.
Si tenemos la suerte, al leernos, que alguien vea alguna imagen con sentido y forma en nuestro rompecabezas particular (ahora se llama puzzle) habremos tenido éxito.
Besos intemporales.
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