Teodoro Van Babel
Y 30.
Silvia.
Cuando Silvia era pequeña, se encontraba un día jugando con algunas de sus amigas cerca de un bosque. Sin proponérselo vio una cruz colgada de una de las ramas de uno de aquellos árboles de ese bosque.
-¡Mirad!- dijo- allí hay una cruz- señalando con el dedo dónde se hallaba y ella la veía.
-¿Dónde?- le respondieron las demás niñas.
-¡Allí!- repitió Silvia, volviendo a señalar.
-Allí no hay nada- decían sus compañeras- no hay ninguna cruz, sólo árboles. Sus compañeras no la veían.
-¡No es verdad!- insistía Silvia- fijaros bien- repetía una y otra vez- ¡yo veo una cruz!
Tanto insistió, que una vecina al oírla le preguntó dónde estaba. ¿Allí?, bien, vamos a buscarla, acompáñame- le pidió.
Y las dos se fueron cogidas de la mano, la señora y Silvia, mientras las demás niñas las miraban y esperaban.
Y así vieron cómo, después de unos sesenta pasos, descolgaban una cruz de madera de dos palmos de largo de una de las ramas de uno de los árboles de aquel bosque.
Aquello no fue ningún milagro, ni nada parecido. Ni tampoco un prodigio, ni siquiera un meteoro.
¿Era simplemente que Silvia tenía mejor vista que todas las demás niñas? No exactamente, al menos no desde un punto de vista óptico.
Para mirar bien hay que saber primero qué clase de cosas queremos ver.
¿Qué clase de cosas queremos ver?
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Un día de invierno en que una espesa capa de nieve cubría la tierra, un pobre muchacho hubo de salir a buscar leña con un trineo. Una vez la hubo recogido y cargado, sintió tanto frío que antes de regresar a casa quiso encender fuego y calentarse un poquitín. Al efecto apartó la nieve, y debajo, en el suelo, encontró una llavecita de oro. Creyendo que donde había una llave debía estar también su cerradura, siguió excavando en la tierra y, al fin, dio con una cajita de hierro. «¡Con tal que ajuste la llave! - pensó -. Seguramente hay guardadas aquí cosas de gran valor». Buscó, y, al principio, no encontró el agujero de la cerradura; al fin descubrió uno, pero tan pequeño que apenas se veía. Probó la llave y, en efecto, era la suya. Diole vuelta y... Ahora hemos de esperar a que haya abierto del todo y levantado la tapa. Entonces sabremos qué maravillas contenía la cajita.
(“La llave de oro”. Hermanos Grimm, 1812-1815, Alianza Editorial)
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10 comentarios:
Sería más fácil reducir la pregunta a su contrario: qué clases de cosas no queremos ver?
En mi caso me gustaría no ver lo que ando viendo últimamente.
(Sorry, señor Peletero, se ve que últimamente me pesa más el mundo que el arte.)
Desconozco ese cuento de los Grimm... pero tiene buen comienzo.
Saludos cuentistas
Las dos preguntas remiten a lo mismo, querida Marga, a la relación que mantenemos con la realidad. La nuestra es una permanente selección de cosas que vemos o nos inventamos y de otras que nos pasan desapercibidas por prejuicios o carácter. Por ello el cuento de los hermanos Grimm está inacabado, cada uno, cuando abra la cajita, verá cosas diferentes, aunque lo que en ella se guarda, la realidad, no necesita de nadie que la mire.
Reflexionar sobre arte es una buena manera de pasar el tiempo, de interpretar el presente y de procurar distinguir la diferencia básica que hay entre un objeto, un billete de curso legal y un pagaré. Cuando se confunden suceden cosas terribles como las que estamos viviendo estos días.
Esta serie, sobre la vida de un pintor imaginario, ha terminado, muchas gracias por sus comentarios, es usted muy amable.
Saludos mirones.
Vaya, qué lástima, le había cogido cariño...
Y felicidades por su sexto aniversario!! (Tenga cuidado, quedan cerca los siete y de ellos dicen que es la edad en la que la rázón hace su aparición. Aunque bastará poner atención para no dejar de jugar, digo yo)
Saludos encantados
Yo también, querida Marga, algún día volveré sobre él y publicaré las cartas con su hermana Silvia. De momento descansaremos un poco.
Gracias por su felicitación, no se preocupe por mis ganas de jugar, procuraré no perderlas aunque no es fácil.
Besos asimismo encantados.
Pues Peletero, a la pregunta final hay que responder con Platón. Algo debe ir del ojo al objeto. Una luz, justamente. Es necesario que haya intencionalidad. Si no se tiene la precaución de visualizar lo que se está buscando, puede uno tenerlo en frente y no verlo (de hecho, ocurre con frecuencia). si no se busca el árbol, solo se verá el bosque.
En fin, extraordinario personaje has construido Peletero. Puede que el ya haya acabado cono nosotros, pero yo por lo menos no con él. Ahora que sé cómo termina podré leerlo con mayor sosiego.
Saludos.
Apreciado Pedro, tienes toda la razón, el ojo es una flecha, un fusil, apunta y dispara, hay algo que va de nosotros a lo visto, esa luz convertida en intención, en búsqueda. Por eso me apasiona esa curiosa paradoja que nos dice que no podemos ver aquello que no reconocemos y que para reconocerlo hemos de haberlo visto ya.
De mi pintor inventado queda por publicar sus cartas con su hermana Silvia, en ellas hablan ellos sin intermediarios. Dentro de un tiempo las publicaré aunque por algún lugar de mi blog hay alguna de ellas.
Saludos barceloneses.
En efecto, estimado Peletero, la misma paradoja según la cual no podemos aprender aquello que no sabemos y sólo aprendemos lo que ya sabíamos. Sin embargo, son muchas las ocasiones en que no podemos saber de antemano qué es lo que queremos ver. Lo descubrimos en cuanto lo vemos, sin haber podido conocer con antelación qué era aquello que nuestros ojos buscaban, cuál era la luz que los guiaba. En toda sensación de descubrimiento, hay mucho de reconocimiento de aquello que uno llevaba ya en los ojos como un secreto para uno mismo.
Por cierto, andaba intentando dejarle un comentario en su último post pero blogger no me deja. Me dice algo así como que el administrador ha bloqueado los comentarios. Supongo que se trata de un error de blogger, no me pega en usted a quien gusta tanto el diálogo.
Besos arbolados!
No podría haberlo dicho yo mejor, gracias.
Sin embargo, la vuelta de tuerca de la paradoja, querida Antígona, se encuentra en nuestro abandono, en esa amnesia que nos hace creer que descubrimos algo cuando únicamente lo hemos olvidado.
No ha habido ningún error, cerré los comentarios a propósito porque esos no son post destinados al diálogo público. En cualquier caso, para ellos hay las vías privadas de comunicación si es que alguien considera que debe de comentar algo al respecto.
Dígame, apreciada amiga bloguera, ¿qué hay mejor que una conversación?, cualquier cosa que hacemos en compañía de los otros es conversar, pero ya conoce usted la dificultad que las palabras sirvan para algo, en la mayoría de las ocasiones son un viento que atraviesan el cráneo de oreja a oreja sin dejar rastro, quizás por una paradoja similar a la anterior, no oímos ni entendemos lo que antes nadie nos dijo, o lo que no fuimos capaces de entender entonces no lo comprenderemos jamás.
Besos.
Estimado Peletero, pensé que se trataba de un error porque nada intuí en el post que me hiciera pensar que no podía estar abierto al diálogo. Poco perspicaz he estado. Respeto por supuesto que prefiera usted no hacerlo. Sólo pretendía dejarle algunas consideraciones que me había suscitado el primer poema, y agradecerle el descubrimiento de ese poeta catalán de quien jamás había oído hablar.
A mí sí me parece que las palabras sirven para algo. ¿Qué seríamos además sin ellas? Y aunque la comunicación pueda ser objeto de paradojas semejantes a las señaladas, no por ello resulta estéril. Por un lado, porque nunca está demás descubrir en uno mismo aquello que andaba buscando pero que se le ocultaba tanto en su existencia como en su naturaleza. Por otro, porque no todo lo que vivimos, experimentamos, sentimos, lo traducimos en palabras y en ocasiones son las palabras de otros las que nos abren en el lenguaje esas vivencias, esas experiencias o esos sentimientos.
Además, creo en la concepción platónica de que el pensamiento no es sino un diálogo consigo mismo. Y que a ese diálogo se sumen otras voces no es sino un recurso excelente para seguir pensando y para abrir el pensamiento a lo que desde nuestra propia oscuridad pasamos por alto.
Más besos!
Sin duda tiene usted razón, Antígona, lo que sucede es que yo me estoy convirtiendo, cada vez más, en un descreído cascarrabias.
No ha sido poco perspicaz, la culpa es mía por las escasas, o nulas, explicaciones que doy. Como puede ver los dos post remiten a sendos aniversarios y sentidos homenajes.
No son estos buenos tiempos, pero continúan siendo los nuestros, para bien o para mal lo son aunque en ellos nos sintamos, al menos ese peletero que le habla, extraños y desubicados.
Gracias por su conversación, las buenas charlas son las que nunca acaban y, como los cuentos, enlazan las unas con las otras en miles de secuencias interminables que enriquecen a todos.
Besos.
Marius Torres es uno de los mejores poetas catalanes, desgraciadamente falleció muy joven de tuberculosis.
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