jueves, 13 de octubre de 2011

El peletero/Vero (1 de 2)


1.

De niño, con apenas seis años, observé a mi madre matar a un pollo, sacarle las entrañas y desplumarlo, al verlas echadas en el suelo para que se las comieran los perros supe que ella moriría mañana. Mamá, le dije, vas a morir mañana, un árbol te matará. Así fue, al día siguiente una viga podrida de la despensa se le cayó encima y le rompió el cuello.

La incineramos y depositamos en la vía que salía de nuestra hacienda sus cenizas al lado de las de mi padre y de Julia, una hermana que no llegó a nacer. Después, mi abuela Livia me lavó, me untó en aceite y me mantuvo cuatro días con sus cuatro noches sin comer ni beber. Una vez repuesto me entregó al santuario de Júpiter más cercano para mi aprendizaje. Estaba lejos, a varias jornadas de viaje, era un caserón vetusto y ruinoso con un pequeño templo adosado dedicado al dios del Universo, allí me quedé dos años, solo.

Un viejo sacerdote me dijo al llegar: recuerda que la rosa es únicamente la rosa, y que la rosa que conocerás un día te matará en vida sólo si eres digno de morir de tal manera, ¿lo eres?

No supe qué responder, no sabía de qué me estaba hablando.

¡Toma!, el sacerdote me dio una paloma y un cuchillo, ábrela y dime cuándo moriré, me ordenó.

Tenía el hígado muy oscuro y grande y el buche tan lleno que estaba a punto de reventar. Te estás muriendo ya, le respondí, no tardarás y no será por causa de ninguna rosa, añadí desconcertado al ver aquellas vísceras y mis manos ensangrentadas. Al oírme me abofeteó con tanta violencia que me tiró al suelo, me levantó arrepentido, se arrodilló ante mí y me abrazó llorando, desconsolado.

Al cumplir los ocho años me escapé y regresé andando. Al cabo de seis semanas, sucio, cansado y hambriento, llegaba a casa. Durante el viaje unos soldados quisieron tomarme, pero logré esconderme y escapar. Mi abuela me contó que mis dos hermanos se habían alistado en las legiones de Mario y que ahora era yo el padre, el hombre de la casa.

La gente venía y me pedía una adivinación, yo les escuchaba pero no se la daba a cualquiera, por eso tal vez Sila nos perdonó la vida cuando me preguntó por su joven esposa. Sólo responderé por ti, no por ella, le dije, has de saber que todavía no es mi hora ni tampoco la tuya, no puedes tocarme. Y no me tocó.

Pasaron los años y vinieron otros generales, murieron más hombres en las guerras y las mujeres siguieron pariendo hijos que me traían para saber, algunas, quién era el padre.

Mi hermano mayor, Severo, sobrevivió a la guerra, pero regresó loco, con a penas medio cuerpo, tullido y roto.

Mi hermano menor, Cayo, no regresó, no supimos nada de él, aunque todas las palomas que sacrifiqué señalaban que estaba vivo y sano.

Vivimos entre muertos, decía la abuela, y tenía razón, ellos no apartan la mirada, su falta de pestañeo es un dedo que señala, tal vez el origen de todo. Los pichones aunque ven son ciegos como los amantes al final de la cópula, deberás atrapar un águila para encontrar a tu hermano y traerlo a casa, me dijo. Así lo hice, robé el estandarte de una legión, fundí el metal y con él hirviendo en la olla eché a una perdiz viva dentro. Sus entrañas se cocieron y me las comí. A la noche siguiente la fiebre me postergó en cama una semana entera.

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