miércoles, 26 de octubre de 2011

El peletero/Decio (2 de 3)

2.
Lidia era voraz, ávida y ansiosa, no podía dejar de bailar mientras la música sonará, y la música sonaba casi siempre excepto en sus extraños y largos momentos de silencio. Muda, aletargada, parecía ivernar o purgar alguna clase de mal extraño. En esos instantes de retiro se quedaba quieta como si hiciera ayuno, dormida como si no quisiera levantarse del lecho y ver la luz que entraba por la ventana, aplastada por su propio peso. Después, cuando el sol aparecía de nuevo en su horizonte, regresaba igual que un escrupuloso y avaricioso recaudador de impuestos o una hueste de mercenarios reclamando su paga.

Los ciudadanos y los esclavos del Imperio, sus burócratas también, el ejército y sus soldados, no pueden ni deben permanecer inactivos mucho tiempo, la paz y la indolencia los seca de la misma manera que se agostan las tierras que de trigales se convierten en cañaverales si no tienen esclavos que las cuiden. Sin embargo, muchos campesinos libres, contraviniendo las leyes del Imperio, abandonan sus pequeñas propiedades al no poder pagar los impuestos y se venden como siervos a los grandes terratenientes.

Lidia sólo quería ser la señora y la dueña de su casa y a la vez una mujer feliz, un buen recipiente para todos los que tuvieran algo que depositar en él. Su vasija acogía cualquier ofrenda o donativo, como el Tesoro del Emperador aceptaba todo tipo de cánones y tributos, en monedas o en especies, su cofre era como el intestino de un buey, adoptaba todas las formas y tamaños posibles.

Su matrimonio con Juliano, y la maternidad consiguiente, le dieron un papel más digno de interpretar a los ojos de los demás que las fantasías que llenaban su melancolía. Contaba que había perdido un hijo y que buscaba, entre sus asiduos, un hermano desaparecido en alguna de aquellas interminables guerras, pero yo sabía que siendo eso verdad nada llegaba a ser del todo cierto porque la razón de su vida era sencilla y simple: le gustaba lo que hacía, ser señora y no serlo, ser bella siempre, la depositaria de algo especial que, la verdad, no lo era ni lo ha sido nunca, la tesorera de un bien vulgar y común porque cualquiera lo puede conseguir. La locura no nos hace terribles, es al revés, perdemos la razón y nuestro gobierno porque somos terribles.

Explicaba también que la educó un esclavo cristiano, que se enamoró de otro, y que un soldado galo, enfermo y tullido, la preñó.

En sueños deliraba y decía cosas que no revelaré, se creía una loba valiente y osada y apenas llegaba a ser una piedra roma, una pobre coneja de corral asustada.

Yo le hablaba de mis cuentas, de mis números y de mi familia muerta, de las batallas ganadas por la caballería de mi hermano Galieno, de listas y censos, del futuro que desconocía, de mis años en Grecia, de mi juventud y del pasado que había vivido como hombre, libre, sin nada que perder, ni bienes ni esposa, ni padres ni mujer, sólo un hermano y una sobrina goda.

Lidia no me escuchaba, me miraba y no me veía y sólo veía algo que no advertía yo, quién sabe si era su hijo perdido o su soldado tullido, muerto en otra batalla o en otra cama, lejos, más allá del Rin o del Danubio, defendiendo el patrimonio de otro o a un emperador fracasado, codicioso y loco.

Lidia ordeñaba a sus hombres como si fueran toros y a sus toros como si fueran hombres, yo hacía lo mismo en mis inventarios, pero ella era más eficaz y querida, deseada tanto por los primeros como por los segundos, todos cornudos.

Después, en las fiestas de su casa, era la matrona, la que mandaba con voz potente y segura a los esclavos, la que educaba a sus hijos con el acierto y la rigidez de una vieja romana, la esposa de Juliano, el patrón, su dueño, el Viceprefecto del Pretorio. Sus conejos al horno con cebollas y lenguas de codorniz eran los más apreciados de la Narbonensis, los sacrificaba jóvenes y se derretían en la boca.

Le gustaba ser igual que el oro con el que se acuñan los solidus del Emperador, tan fáciles de limar y lijar que se desgastan con más rapidez que el adobe viejo secado al sol.

El oro es pesado y blando, moldeable y anónimo como esos banquetes en los que los invitados usan máscaras como ciegos a medias. Es un falso anonimato, naturalmente, porque todos, Juliano también, conocíamos perfectamente las aficiones de su esposa así como las del resto de los habitantes de la ciudad, nada consigue ser invisible en un mundo que no sabe más que mirarse a sí mismo. Mis listas dejaban constancia fiel de ello, anotaba de manera minuciosa las entradas y las salidas, las entrañas, lo que se tiene y lo que falta, como el mejor contable inflexible y puntilloso que quiere tener al día el estado de sus cuentas.

Se dice que la clientela de un buen romano es equivalente al tamaño de su cornamenta, tal vez por ello Juliano no hacía nada para evitar la segunda en la esperanza que incrementara la primera. Pero nada es gratis y todo se paga, en moneda o en especies, en espacio o en tiempo. Y si no tienes ni una cosa ni la otra deberás pedir un préstamo, y rogar a los dioses que no permitan que termines perdiendo tu libertad para devolverlo.

Los precios deben mantener el equilibrio con el valor fiscal de los bienes imponibles o viceversa y, al mismo tiempo, con el interés que un prestamista pide para obtenerlos o viceversa. El valor debe parecerse al precio o viceversa y al total de las existencias que obtengamos en un buen inventario actualizado constantemente. Todo debe de quedar escrito y compilado, desde las tierras de las que viven las personas, pasando por las casas en las que se cobijan, las cosechas, el ganado, los productos manufacturados, los ajuares, muebles y libros, para terminar en los mismos ciudadanos que dan vida a las cosas, campesinos o artesanos, libres o esclavos, todos han de estar empadronados en las listas del Imperio.

La mejor ley de precios, sin embargo, es la que no existe porque todo cambia aunque el Imperio adjudique a cada uno su labor a la que está ligado por nacimiento y por ley. Todo pertenece al Estado y al Emperador que lo personifica igual que el sol da forma a Dios, al Uno, dicen los platónicos. Cada ciudad vive dentro de sus murallas que la defenderán de ladrones y de bárbaros venidos de las llanuras de Europa y de Asia. Cada hombre y cada mujer es también una cerca por sí mismo, un monje, tras ella habita Roma y con ella el Imperio de los Augustos y Césares. Júpiter, Helios, Mitra o el Cristo del madero serán nuestros estandartes que elevarán en su Olimpo al propio Emperador que no puede ser tocado con mano humana, ni mirado con los ojos de la cara, ni amado ni temido siquiera como se ama o se teme a un padre cualquiera. Él es el único Domine Pater en la tierra que ha de ser adorado.

O al menos eso es lo que la muchedumbre ha de creer. La plebe no conoce nada fuera de su miedo, de su hambre y de su sed, de su piedad y coraje, de su mezquindad, del vino que llena su cuerpo o de los picores de su entrepierna.

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