2.
Lo cierto es que, gracias o a pesar de su nombre que rememora a la aristocracia, Areté no sabe hacer gran cosa excepto llevar ese porte distinguido que aparentemente no sirve para nada, esa presencia que la envuelve como una aureola y que pierde, como si tirara al suelo un fastidioso y pesado hoplón, cuando me baña.
Es extraño, de estatua se convierte en una mujer fascinada, no debería hacerlo, nunca se lo he pedido, al menos no he pretendido ni esperado que sus manos se conviertan también en su corazón, una concubina es sólo una concubina y como tal debería comportarse. Pero lo hace o sucede, sus ojos agonizantes refulgen como una luz en la superficie temblorosa de las aguas.
Sospecho que la impele el horror a ser vendida de nuevo, a continuar viviendo como una esclava que pasa de mano en mano, y aunque en mi casa lo es, una simple esclava, debe querer pensar que ha terminado ya su largo viaje. Yo supongo también que en ese final imaginado desata todo su furor y voluptuosidad, que no aparta la mirada de la mía para atrapar conmigo su propio espanto y liberarse así del miedo.
Ella y yo hablamos a veces en griego, o le pido que me lea en esa lengua poesía, teatro, o me recite alguna filípica del tartamudo Demóstenes, no lo hace mal, con su acento siciliano interpreta correctamente los personajes simulando en su voz el carácter de cada uno y el momento preciso de la escena, es una buena actriz y no es ninguna analfabeta. A mí me cuesta leer y me gusta oírla leer, mis ojos están cansados y los lentes que fabricó para mí un óptico más viejo que yo, son, a día de hoy, un cuchillo romo que ya no es capaz de cortar ni la niebla que los nubla.
Un día le pregunté por Siracusa, me respondió que cuando los piratas la raptaron, siendo una adolescente, mataron también a sus dueños, unos campesinos griegos ricos y algo instruidos y a casi toda la familia, a los esclavos los revendieron, y que más tarde tuvo un hijo de aquellos bárbaros que murió al poco de nacer. Dice que al no quedar preñada de nuevo la traspasaron como saldo pues vale más una madre que una simple mujer. Así fue pasando de unos a otros y de dueño en dueño.
El porte aristocrático, sin duda, la ha mantenido en vida como si fuera ese pesado escudo que usan los infantes en la guerra para protegerse. Su aire frío y distante la esconde y la oculta. Ella afirma lacónicamente, como correspondería a una buena espartana, que en realidad nadie la ha llegado a tocar nunca aunque hayan caminado legiones enteras de soldados por encima de su cuerpo.
Pero tiene miedo, lo tiene como lo ha tenido siempre y lo pierde cuando se desnuda, cuando se despoja de túnicas y corazas y aparece, tras ellas, la niña que jugaba en las playas de Siracusa, en mi pobre bañera cree encontrarlas de nuevo. Pero a veces dudo, no sé si es la niña la que realmente aparece o si es la mujer la que simplemente me engaña.
Mi clientela es escasa, casi inexistente, mi soltería me impidió heredar toda la que poseía mi padre que se desvaneció en el aire y en las guerras, y porque en mis tiempos, durante los consulados de Mario, no aproveché la oportunidad de ejercer de tribuno como él me ofreció y me aconsejó, hubiera podido enriquecerme siendo magistrado y defensor de las causas plebeyas. Como hizo el famoso Marco Livio Druso habría vendido bien mi voto y mi palabra en los tribunales y en la Asamblea de Ciudadanos, pero nunca me ha gustado la política excepto para hablar de ella en los banquetes y entre amigos, es un raro escrúpulo que pocos siguen y que tal vez sea la verdadera causa de mi soltería, la política es un trato permanente y yo no quiero compromisos ni componendas.
Sin embargo, mis recelos políticos no me libraron de su funesta influencia. Tuve que ir a la guerra y defender en ella los intereses de mi familia que desde tiempos no tan lejanos había respaldado siempre la causa popular, a los Gracos y a sus reformas agrícolas que los llevaron a la muerte.
No es bueno que alardee de mi valentía militar, pero la centuria que mandé realizó algunas buenas hazañas gracias al orden y a la disciplina que logré imponerles, la plebe es lerda y aunque el ejército es ya casi todo mercenario, su condición es todavía peor que la de los antiguos campesinos que, años atrás, defendían con la espada y con orgullo a Roma y a su República. Los soldados de ahora, esos proletari, sólo defienden a sus jefes y a su paga.
En una ocasión salvé a un joven soldado, Lucio, casi un niño, un velites que disparaba flechas y lanzaba piedras por entre las filas de las legiones en formación. Lo saqué a rastras de la primera línea tirando de sus cabellos, si lo hubiesen atrapado no lo habrían matado enseguida, se hubiera antes convertido en un juguete, en uno de esas andróminas de burdel.
Mi esgrima era buena y mi baja estatura los desconcertaba si lograba pelear a corta distancia, la espada apuntaba a su vientre, era sólo un amago porque golpeaba de abajo arriba rebanándoles el cuello, los soldados temen perder más sus partes que sus cabezas.
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