Textos vírgenes, el arte de no decir nada. (3)
Tratado General de Ajedrez.
Hemos visto de qué manera se logra triunfar en ajedrez mediante la sabia transformación de material en tiempo. El misterio del sacrificio está encerrado en ese principio, que es simplemente la ciencia de entregar piezas para retardar el desarrollo enemigo, y vencerlo, antes de que éste pueda hacer valer la teórica superioridad material.
El ajedrecista bisoño debe compenetrarse de un principio que ya esbozamos, y es el de que las piezas de ajedrez tienen un valor relativo. La simple existencia de ellas en el tablero nada significa, como no significa en una batalla la posesión de mayor número de efectivos si no hay posibilidad de hacerlos actuar. Las piezas valen por lo que hacen y por la facilidad que pueden tener para entrar en el combate, y el sacrificio de material es uno de los procedimientos más eficaces para retrasar el desenvolvimiento del adversario.
“Tratado General de Ajedrez”, Roberto G. Grau.
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Pocos consideran, excepto los más lúcidos o los menos menguados, que los demás son adversarios a los que hay que retrasar en su desenvolvimiento como lo hacen entre sí la mayoría de plantas, hierbas y árboles, pues el desarrollo de cada una impide o frena el propio.
Somos cipreses o abedules, pinos o alcornoques, torres o peones, algunos trepan como hiedras y otros lloran como sauces.
Quizás en el bosque humano de las buenas intenciones abunde la colaboración, el apoyo mutuo, o crezca la piedad para con los otros a los que no les llega ni el agua ni el sol suficientes, pero en el tablero es mejor ser lagarto que oveja y perder la cola si con ello logramos durar, permanecer, resistir al rival y a sus envites depredadores; sobrevivir, al fin y al cabo, no es otra cosa que ganar tiempo y ganar la partida, pues en el juego, como en la propia vida, siempre somos el rey, y al rey no hay que dejarlo morir.
Para evitar su caída deberemos soltar lastre, desprendernos de un caballo, de una torre, o incluso de una dama, no importa su color, sea blanca, sea negra o parda, todas tienen el mismo valor.
(“El arte de la poda”, tratado de jardinería salvaje del siglo VI d. C. por Demóstenes Vilanova del
Bell Puig, monje agustino ilerdense. Traducción libre peletera.)
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