12 Abril 2010
Día diecisiete.
Mi enfermera se ha transmutado en cotorra, y ha empezado a contarme intimidades y cosas de su vida, dice que se ha desnudado porque yo se lo he pedido. No es cierto. “No quiero que tenga una opinión equivocada, ya sabe que usted es alguien muy especial para mí, no me desnudo cada vez que me lo piden, me ha dicho”.
“Mientes”.
Sus compañeros y esposos me han contado que se desviste cada vez que tiene oportunidad, que es famosa en todo el hospital por sus desnudos de terrorista. Sin avisar, y sin que nadie lo espere, empieza a quitarse la ropa como si entablara una conversación amena, educada y cordial. Lo hace en cualquier parte, en un pasillo frecuentado de gente o en un ascensor vacío de cuerpo y mente.
Es capaz de hacerlo en el despacho de su superior, en unos lavabos públicos o en el mismo quirófano en plena intervención de fimosis o de cáncer de colon.
Desconoce que desnudarse no es una actividad baladí, vestirse tampoco, y mucho menos cuando lo que termina quedando al aire es la piel, la propia o la de otros.
Se desnuda con demasiada naturalidad y sin el más mínimo atisbo de erotismo, como si fuera a ducharse o a ponerse el pijama.
Hay ocasiones, me han contado, que la encuentran encamada, medio dormida y abrazada al enfermo o al moribundo, tal y como Dios la trajo al mundo.
Conmigo no ha llegado hasta este extremo, solamente se despoja de las ropas que la visten y se sienta en el borde de mi cama, a punto de caerse. Me habla de ella, de sus amores y esperanzas, de su familia y de su trabajo, de las aspiraciones profesionales que alberga y de las intrigas y triquiñuelas que tiene con sus amigos y amantes.
Dice que quiere comprarse una casita cerca del mar.
“No, no miento”.
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