22 Marzo 2010
Día diez.
El caso es que debería ir a Arlés para recuperarla y traerla al Hospital, de paso aprovecharía y visitaría a Vincent, hace tiempo que no nos vemos, él no es un hombre que use de teléfonos móviles ni de Internet, en realidad no utiliza ni siquiera una simple y antigua máquina de escribir que le regalé. Escribe y pinta a mano.
Nos tomaríamos unas cuantas cervezas, hablaríamos de pintura, y por la noche nos iríamos al burdel.
A la mañana siguiente, antes de salir el sol, me acercaría al mar, me bañaría desnudo viendo amanecer, y me sentiría lejos de todo que es una manera curiosa de tenerlo y verlo todo al mismo tiempo, como cuando te mueres y llegas a ser Dios.
Pero creo que no podré ir, no me han dado permiso para levantarme.
“Te advierto”, aseguró señalándome con su dedo índice, “que durante estos quince días no vamos a salir de tu maldita cama excepto para lo imprescindible, te ataré a ella y no me despegaré de ti”.
Cuentan que es mejor morirse en una cama, y creo que lo dicen porque no saben qué es morirse en el suelo.
Todos lo temen, pero siempre son preferibles las baldosas frías que los colchones mullidos, su dureza y frialdad te empujan a la vida.
No hay nada peor que la comodidad para vivir y morir.
“Cuando veas que agonizo sácame de la cama y tiéndeme en el suelo quiero empezar a sentir la frialdad del otro lado, del otro lado vacío de la cama”.
Supongo que afirman eso porque casi todo el mundo tiene la comodona y burguesa costumbre de hacer el amor acostado en una de ellas.
Con mi amante joven lo hacíamos de pie. Yo le levantaba las faldas y le bajaba las bragas y ella a mí los pantalones y los calzoncillos, y así, apoyados en una esquina, nos amábamos. Hacíamos más cosas, pero a mí me gustaba ésa, de pie y vestidos, con la ropa bajada y en un rincón los dos, en una esquina cualquiera del pasillo o de la habitación.
No había penetración, solamente una dulce y apasionada masturbación mutua.
Luego, sentados en una escalera, le abría las piernas y la besaba.
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