12 Febrero 2010
Nombre: Engracia Fuentalta Leiva
Edad: No sé.
Estado: Normalmente sólida y compacta, aunque tenía momentos líquidos cuando tomaba sus baños con el agua muy caliente, casi quemando y llena de jabones, aceites y perfumes que no servían de nada fuera de enjabonarla, engrasarla y perfumarla. Lo malo, o lo bueno, según como se mire, era que después de pasar rápida y sonoramente por el estado gaseoso, regresaba de inmediato a la solidez de la carne, a su olor natural y verdadero, al sudor del sexo, y al fuego de las hembras sin dueño. Y eso era, precisamente, lo que yo buscaba y necesitaba. Sí, es verdad, yo quería su carne quemada y algo de su humedad en esa fuente alta que tanto me embriagaba.
Cuando orinaba parecía una niña mala haciendo travesuras. Me decía, “mira”, y yo miraba.
Estudios: Bastantes. Arqueología por entre los polvos de Oriente que son muchos, los Orientes y los polvos que allí hay. Pincel en mano barrió medio desierto y dio de comer a muchos hambrientos y sedientos no precisamente de justicia. Sabía de lenguas raras y muertas aunque las usaba como si fueran de uso cotidiano, le hablaba a su jardinero en hitita, a su mayordomo en acadio, a su cocinero en babilónico o caldeo, a su masajista en arameo, y a los demás en asirio o, para poner unas guindas en su boca de babel, sumerio y filisteo. A mí también me mandaba en ellas.
En esas hablas orientales y polvorosas me enamoraba. Me decía “escucha”, y yo escuchaba.
Profesión: Descubridora de civilizaciones desaparecidas, de tumbas y palacios derruidos, de ruinas y tesoros escondidos debajo de las piedras. En más de una ocasión encontró alimañas y fieras, serpientes y escorpiones. Incluso un día, tras unas fornicaciones ciclópeas, halló a un marido con el que se casó que no fui yo.
Yo era su chofer y el que limpiaba la plata, el que pulía y daba brillo al bronce y a la hojalata. Pule, me decía, y yo pulía.
Chismes y tonterías: Cuentan que montaba camellas y beduinos y que bailaba desnuda en la tienda de los jeques en oasis de mentira. Era rubia pálida y eso a los hijos del desierto les gusta y los emborracha como si ya estuvieran muertos, rodeados de sus huríes en su harén celestial. En él yo desempeñaba el papel de Gran Eunuco, vigilaba quién entraba y quién salía.
En alguna rara ocasión era yo el que penetraba y me quedaba, en su cueva, entre pinturas rupestres, estalactitas y estalagmitas, ríos, lagos negros y gambas blancas y ciegas. Ven, me decía, y yo iba.
Realidades: Era verdad, montaba camellas como si fueran camellos y beduinos a pelo, desnudos como gacelas salvajes. Los encabritaba y los sometía, látigo en mano o a base de bofetadas.
Era la Reina de Saba y yo su esclavo. Salomón, me llamaba, y yo a veces me lo creía.
6 comentarios:
Esta "hembra sin dueño" te tenía despelucado Peletero, o mejor dicho sodomizado, qué se le va a hacer es el precio de las pasiones vendavales. Por cierto no es tan malo consumirse, en este relato te consumes-en de deseo sin cuestionártelo, hay muchas formas de consumirse, no?
Muchas formas, Inés, de amor, de odio, de pasión, de hastío, de pereza, de ganas, de desganas, de deseo, de hambre...
Y de sed.
Pero ¿por qué dices que me sodomizaba?, no creo haberlo escrito.
Saludos.
¡Ay de la imaginación!, Inés, se desboca y no podemos contenerla.
Saludos
Joder Peletero me has echo reir a mares, yo que había suprimido el comentario xq odio "comerme palabras" y lo leíste nomás, pues sí tengo una imaginación desbordante, menos mal! eso me salva del agujero.
Saludos
Pues te he comido yo, ¡¡ñam!!
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