martes, 5 de enero de 2010

El peletero/Ángela (y 20)


8 Julio 2009

20. De cómo los finales no son nunca ningún principio.

Daniel y Ángela estuvieron casados algo más de 10 años. Ella tuvo un hijo, un varón al que llamó Miguel, como su padre adoptivo, el marido de la tía que la crió. A los 8 años ingresaron al muchacho en un internado. Lo veían en vacaciones y por Navidad.

Daniel, igual que su padre, falleció en un accidente de automóvil. La autopsia reveló que instantes antes había sufrido un infarto, y que seguramente ésa era la causa del accidente. Se salió de la carretera en una recta que parecía no tener fin.

Ángela vendió la casa de la ciudad, el chalet de la costa, su participación en el negocio de su esposo, y otros bienes y acciones que poseían en diferentes empresas. Y se instaló en la casa donde se había criado con su tía, y el marido de su tía, en un pueblo que no tenía nada de especial, al menos no para los que no habíamos nacido allí, y eso es siempre tener muy poco.

Las malas lenguas cuentan que en el patio quemó muchas fotografías y que en ocasiones viene alguien a visitarla. He pensado que tal vez sea su hijo, pero no puedo asegurarlo, puede ser otra persona.

El día del funeral de Daniel me encontré con su primo, el detective. Me acerqué y le pregunté sin miramientos por qué lo había seguido en aquella época ya remota, qué buscaba y quién le pagaba por hacerlo.

Me miró muy sorprendido. ¿Qué dices?, me preguntó.

No se pregunte cómo lo sé, le interrumpí, respóndame, se lo ruego.

Hizo un gesto. Tuve la sensación de que iba a responderme de inmediato, pero no dijo nada. Se me quedó mirando atónito, me dio la espalda para irse cuando vi que dudaba. Se giró y me soltó de sopetón:

Cristina, fue ella quien me pagaba, quería saber qué hacía él, si la engañaba con otra. ¿Lo supiste por ella?, me preguntó.

En lugar de responderle le pregunté de nuevo si era Ángela la muchacha que también había investigado por cuenta de Daniel, colocando cámaras de vigilancia secretas para atrapar al ladrón que tenían en la oficina, aquel que empezó robando lapiceros y terminó con portátiles. ¿Descubrieron quién era?, ¿era Ángela?, le pregunté, ¿o era otro?

¿Por qué quieres saber todo eso?, ¿cómo sabes estas cosas?, ¿con qué derecho me preguntas?, me espetó, esta vez enfadado.

Yo era amigo suyo y algún derecho tengo, ¿no?

Puede que tengas alguno, me respondió más calmado, pero no hay ningún juez que te lo garantice. Además, todo eso no tiene importancia, son cosas de matrimonios, de hombres y de mujeres, tonterías de ésas, líos de camas, ya sabes, sexo y dinero, empresarios que se imaginan que les roban el pan de cada día, y mujeres que no saben relajarse, nada importante, nada que deba saberse.

No sé si no sabía nada, si sabía mucho o poco, o si bien sabía lo suficiente o lo necesario. No lo he sabido nunca, nunca he sabido exactamente qué sabía yo mismo, como tampoco he sabido si había algo que saber. En aquel momento lo único que sabía de cierto es que no hay ninguna recta que no termine en una curva.

3 comentarios:

El peletero dijo...

Me asomo a esta ventana de los comentarios gracias a la gentileza del peletero que me ha prestado de manera tan generosa su casa y la cobertura necesaria para escribir unas palabras finales a modo de simple epílogo y despedida.

Unos cuantos años después de todos estos acontecimientos narrados llegué a Presidente de la Compañía. El cargo era estrictamente honorario, sin atribuciones ejecutivas, un mero papel de florero aunque necesario en las funciones representativas del cargo. No obstante, consideré que también era un premio a tantos esfuerzos dedicados para lograr la prosperidad y el bien de la “Institución”, así llamaba yo a la empresa, lo hacía para revestirla de la dignidad y de la seriedad, que por otra parte, siempre había tenido, ella era, para todos los que allí habíamos trabajado, o continuábamos estando en activo, nuestro orgullo sincero y real.

Estaba muy cercana mi jubilación y quería disfrutar del poco tiempo que ya me quedaba de vida laboral. Todos me apreciaban y me consideraban una referencia en la propia casa e incluso fuera de ella, en el mismo sector profesional. Mis compañeros siempre me consultaban cuestiones difíciles, y hasta me pedían consejo también los competidores que habían llegado a ser incluso unos buenos amigos. Todo el mundo consideraba que sabía más que ellos, y que tenía una cierta habilidad para conocer qué ocurre fuera del escenario público.
Un día fueron a parar a mis manos unos expedientes profesionales sobre unos candidatos que debían cubrir unos puestos vacantes en uno de los departamentos. Fue algo casual, el jefe de personal me pidió revisarlos al verlos yo en su mesa de trabajo un día que charlábamos de los viejos tiempos. Fue, sin duda, una deferencia muy cordial por su parte pedir mi opinión, era una manera cariñosa y efectiva de hacerme sentir protagonista cuando en realidad, y excepto por esa función representativa del cargo, solamente ejercía de vieja gloria de épocas pasadas.

El peletero dijo...

Uno de aquellos expedientes pertenecía a un tal Miguel Fábregas Martínez, era el hijo de Daniel y Ángela, pedí entrevistarlo y aquella misma tarde mi secretaria lo llamó y lo citó al día siguiente, a las 7 de la mañana en mi despacho.

Me hacía viejo y cada día dormía menos, me acostaba muy tarde y me levantaba temprano. Antes que el sol asomara por el horizonte ya estaba de pie contemplando la ciudad desde mi amplia terraza, me gustaba verlo aparecer precedido por esa luz zodiacal que abraza al mundo cada mañana y cada atardecer. Necesito bañarme en esa luminaria tenue, fría y destemplada, es el mejor momento del día, luego, el sol se hincha demasiado y sube tan arriba que se confunde con el mismo cielo.

A las siete en punto entraba por la puerta de mi oficina Miguel Fábregas Martínez.

Miguel era un muchacho joven, educado, sobrio y sorprendentemente alto, que, según constaba en su expediente, había recién terminado sus estudios universitarios, sus postgrados y másters. Había sido becario en un par de empresas y hablaba correctamente cuatro idiomas, entre ellos el francés, así que le pedí realizar toda la entrevista en esa lengua que yo apreciaba especialmente por razones que ahora no vienen al caso. Me gusta escuchar y contemplar a la gente utilizar una que no es la suya propia, pero que domina a la perfección, es una manera efectiva de separar la mano del instrumento y ver así la verdadera forma escondida que le da vida.

El peletero dijo...

Le hice un par de preguntas rutinarias, académicas y laborales para luego pedirle directamente que me hablara de su familia, de sus padres, de sus tíos, si tenía hermanos, dónde se había criado, en qué ciudad había vivido, le pedí que me hablara de su casa, de la escuela donde había estudiado de pequeño, este tipo de cosas. Se sorprendió y solamente me respondió aquello que constaba en su ficha, le dije que eso ya lo sabía, que quería conocer la parte “humana”. Esa es una expresión tonta y manida, pero que en ocasiones, y con según que tipo de personas, funciona, se abren y empiezan a largar y a contarte su vida con pelos y señales, es una manera de ofrecerles y mostrarles interés por ellos y confianza en ellos también, ambas cosas son subterfugios de la vanidad, pero la gente normalmente no lo sabe. Miguel era de los que lo sabían, así que primero tensó el cuerpo y luego se relajó. Eso se nota en los pies y aunque lleven zapatos las suelas se curvan de una manera notoria. Empezó a hablar.
El muchacho trató de engañarme, con un semblante inexpresivo en su rostro que me recordaba a su madre, quiso contarme una historia adecuada a lo que se suponía yo estaba esperando de un candidato joven para un puesto de responsabilidad en la que era mi empresa.
Sospecho que a nadie le debe de interesar saber realmente qué me contó, y que cualquiera que haya llegado hasta aquí estará ya cansado de tanta incógnita que no desvela nada.

Así pues no voy a relatar lo que me mostró el hijo de Daniel, entre otras cosas porque este no es el lugar adecuado, solamente es un epílogo que cumple la función de despedida, tal vez en otra ocasión si todavía estoy vivo entonces. Además, sería demasiado prolijo hacer una relación de todas las cosas que me llegó a explicar que no tenían ningún interés por sí mismas, lugares comunes y situaciones vividas en las películas o en las series de televisión, vidas de otros. Fue incluso demasiado exhaustivo y repetitivo como si quisiera convencerse a sí mismo de algo. En su historia se entremezclaban realidades y fantasías y ambas decían la verdad, la verdad de él y también de los demás, incluso llegué, sorprendentemente, a pensar que también de mí, pero él nunca supo de mi existencia ni de mi relación con los protagonistas de parte de su vida, al menos que yo sepa.

Así que, para el buen descanso de todos aquellos que hayan leído esta historia que parece falsa no siéndolo, me despediré agradeciendo nuevamente al peletero su hospitalidad, y a todos los demás su atención y el tiempo dedicado. Debo subrayar de manera muy destacada, como no puede ser de otra manera, los magníficos comentarios que se han publicado, todos ellos espléndidos, acertados, inteligentes y perspicaces, dignos de la inmejorable talla intelectual y personal que atesoran todas las comentaristas y lectoras, verdadero y único orgullo del propietario de esta casa.

Solamente quiero señalar que, durante toda la entrevista, el hijo de Daniel no hizo ninguna mención de sus abuelos, tampoco de Miguel, del que llevaba su nombre y que había sido el marido de la hermana de su abuela, Ángela, el ama de Daniel, su padre, y que habían cuidado de su madre.

Le pregunté, como siempre hago, directamente, le dije que me hablara de su abuelo Miguel, se lo solté sin pensármelo. Se le cambió la cara, me preguntó de dónde había sacado ese nombre, le respondí, no siendo verdad, que él mismo lo había mencionado hacía escasos momentos, se quedó unos segundos en silencio mirándome, yo le mantuve la mirada, luego sonrió como lo hacía su madre y me respondió que él no había tenido ningún abuelo llamado así, que me debía de haber confundido. Le pedí disculpas, le dije que me estaba haciendo viejo y que los nombres bailaban en mi cabeza de una manera demasiado desordenada, le dije que quizás se refería a otro familiar llamado Miguel. Me respondió de nuevo de manera displicente que no conocía a nadie con ese nombre.
Nos despedimos fríamente, y al quedarme solo taché su nombre de la lista de candidatos.

Gracias a todos por vuestra paciencia.

El narrador.