sábado, 2 de enero de 2010

El peletero/Ángela (11 de 20)


17 Junio 2009

De cómo llegué a las puertas de “El Paraíso”.

Todo eso, debo repetirlo, no era asunto mío, pero creía que cumplía con alguna clase de deber si averiguaba algo. Tal vez mi amigo estaba metido en algún problema grave y yo debía advertirle. O eso quise pensar que era para disfrazar así mi mera curiosidad.

Una tarde, antes de que él llegara, llamé al prostíbulo desde el portero automático que había afuera, en la calle, y pedí que me abrieran. Antes de subir miré los nombres que había en los buzones para las cartas. En uno de ellos estaba escrito el de Ángela Martínez López, era la puerta A del cuarto piso.

“El Paraíso” estaba en el entresuelo y aunque la casa tenía ascensor subí a pie. Eran pocos escalones. Al llegar al rellano de ese edén, en la puerta A también, la que se hallaba a la derecha, vi que había una morena imponente esperándome con una sonrisa de oreja a oreja. No me fijé bien, pero creo que no iba muy vestida, quiero decir que llevaba poca ropa.

Me disculpé, le dije que me había equivocado de botón al llamar al timbre, que iba al segundo. Me respondió en tono cariñoso no sé qué de “claro, mi amor” y que si me había equivocado podía enmendar el error fácilmente, y que si subía al segundo piso luego debería bajar, que el suyo era un paraíso al que se llegaba también bajando y que ella me estaría esperando, o algo parecido. La chica prometía vocación de poeta. Le agradecí su buena predisposición y le respondí con la mejor de mis sonrisas que tal vez otro día.

Subí hasta el segundo, a medio camino del entresuelo donde se hallaba “El Paraíso” y del cuarto A, donde vivía Ángela Martínez. Allí me quedé, amparado en una sombra y medio asomado a la escalera, procurando ver desde arriba quién entraba en el burdel. Estuve un buen rato, había llegado demasiado pronto. Me sentí como un tonto y pensé que seguramente estaría mucho mejor en brazos de esa morena. En eso estaba cuando oí abrirse la puerta de la calle. Alguien entró, no pude ver quién era, pero era la hora exacta, la hora a la que siempre llegaba Daniel. Llamaron al ascensor, que bajó. Al llegar a la planta baja abrieron sus puertas y alguien entró en él. El ascensor subió y se paró en el cuarto piso, dos plantas más arriba de donde yo estaba. No sé si era Daniel, pero debía de ser él, era lo más probable. Entre una cosa y otra estuve casi una hora vigilando y rezando para que nadie me viera allí, escondido y casi embozado, y pensara que era un ladrón. Durante todo este tiempo solamente llegaron dos clientes al burdel que no eran Daniel, a esos sí los pude ver lo suficiente y no eran él, no vestían como él.

La persona que subió al cuarto piso llamó a una de las dos puertas, mi oído es bueno y juraría que también era la de la derecha, la A. Alguien abrió desde dentro y creí oír también un “hola”, la voz parecía femenina y la respuesta, otro “hola”, de un hombre, pero desde el lugar que ocupaba no podía ver quién era el que abría y quién el que entraba.

Ése que había subido tenía que ser un hombre y tenía que ser Daniel, era jueves y era la hora exacta, las 14,30. Y la tal Ángela Martínez López tenía que ser su ama, no podía ser otra.

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