3 Abril 2009
Vell dolor, tornes, familiar, dolcissim i no em puc planyer. Captaires arcaics vetlen quatre brases insomnes
(“Els averanys”, Vicent Andrés Estellés)
Viejo dolor, regresas familiar, dulcísimo y no me puedo compadecer. Mendigos arcaicos velan cuatro brasas insomnes.
(“Los agüeros”, Vicent Andrés Estellés )
---------------------------------Mi burdel preferido lo regentaba un transexual, por eso lo bautizó “La metamorfosis”.
Gregorio, así se llamaba la “Madame”, en honor de Gregorio Samsa, el protagonista del célebre relato de Franz Kafka, estaba viejo y gordo. Yo ya lo conocí en pleno despertar cínico, afirmando con disimulada convicción que él era un filósofo. Yo lo reprendía y le corregía al decirle que solamente era un moralista resentido, que su transexualidad únicamente le había conducido al mal sabor de boca del deseo satisfecho. Eres un viejo quejoso, le decía, un viejo al que sólo consuela su dolor de viejo.
Gregorio me rectificaba regañándome al recordarme mi condición de putero, de cliente, afamado ya, de burdeles y antros de la mala noche. Yo me quejaba y le puntualizaba que nunca iba de putas tan tarde, que mis horarios de funcionario me permitían desabrocharme la bragueta frente a reales hembras en mejores horas que esas en las que todos los gatos son pardos.
Él contraatacaba replicándome que las putas, putas eran y putas son, son iguales a las cuatro de la tarde que a las cuatro de la madrugada. Claro, le respondía yo, así es, por eso voy a esas horas, ya sabes que yo siempre voto a partidos de izquierda, pero mi entrepierna es burguesa y asustadiza y empalma mejor la comida con la siesta que la cena con el alba.
Sea como sea, terminaba Gregorio, el sexo siempre ayuda a una buena digestión. Eso lo decía mientras se zampaba unas almendras del campo de Tarragona. Eran los frutos de unos árboles de un amigo suyo, un nostálgico que se permitía el lujo burgués de conservar unos almendros y componer poemas cuando los contemplaba florecer. Era uno de los habituales de la “La metamorfosis”, él como yo, un tonto bucólico que sabía combinar lirismo y látigo.
A los dos nos gustaba la mazmorra, las cadenas y la condena por algún mal terrible y un pecado peor.
Gregorio tenía a unas cuantas putas expertas en las artes del bondage y la dominación. Era todo una pantomima y todo era al mismo tiempo una mentira excepto por la redención que suponía la eyaculación y el orgasmo final, algo así como una expiación por todos aquellos pecados que jamás habíamos cometido.
Incluso la humildad puede ser vanidosa, decía Gregorio.
Y tenía razón, por eso nuestra humillación era tan falsa como verdadera lo era la de un auténtico pecador. Por eso también nuestra sangre, derramada en aquellos escenarios de burdel, era tan cierta y real como lo fue la de aquellos mártires que devoraban los leones de Roma.
Escucha, me decía Gregorio. Yo lo miraba recostado en su sofá, vestido con su túnica, sus babuchas de sultán y sus gafas de culo de botella en sus enormes narices leer: “Este mártir –San Genaro- era un hombre con algunas peculiaridades femeninas. Estaba dotado de una suave belleza y padecía periódicas pérdidas de sangre. En la imaginación de la gente la sangre de su martirio está mezclada con la de la menstruación. Era hombre y mujer a la vez, y así pudo convertirse en el santo de los andróginos. En la cripta de la catedral de Nápoles que lleva su nombre, se conservaba entonces la cabeza del mártir decapitado, junto con dos botellas de su sangre, considerada como una fuente de milagros”.(1)
Alzaba sus ojos del libro y me miraba satisfecho. Yo sonreía y esperaba a que se levantase y empezase a declamar con teatrales gestos la poesía con la que comienza el cuarto libro de “La Gaya ciencia” de Nietzsche que dedicó a San Genaro:
“Que con lanza de fuego,
rompes el hielo de mi alma,
para que efervescente corra al mar,
a la más alta de sus esperanzas,
cada vez más clara,
cada vez más sana;
libre en el deber más lleno de amor,
por eso ensalza los milagros que haces tú,
¡el más bello de los eneros!” (2)
Amén, decía yo mientras aplaudía y él me saludaba con grandes y efusivos gestos, saludos y reverencias.
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(1) (“Nietzsche” Rüdiger Safranski)
(2) (“La Gaya Ciencia”, Nietzsche)
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