viernes, 4 de septiembre de 2009

El peletero/El tiempo/Anteayer (1 de 4)



3 Noviembre 2008

Hace un par de días, anteayer, hube de tomar una decisión, no me gustó, pero era necesario tomarla.

Debía emprender un viaje. Había llegado una carta, una de esas que viene de lejos, dando malas noticias. Cuando digo una carta me refiero a un correo electrónico. Era de mi ex-mujer. Hubiera podido llamarme por teléfono, pero supongo que debió de temer oír mi voz y abrirme la suya con su inconfundible tono.

Había muerto mi hijo, bueno, el mío no, el suyo. Yo nunca he sido padre excepto cuando ejercí de ello, más o menos, sin serlo. El niño tenía uno de verdad, un buen padre, pero le quedaba lejos cuando compartió mi vida junto con su madre durante unos años.

En aquella época era apenas un niño, pero ahora había cumplido los 17, todo un muchacho ya cuando falleció de leucemia hace un par de meses, según me contaba ella en el correo.

Yo no había sabido nada de su enfermedad que duró tres largos años, y menos de su rápida y supongo que triste agonía. Nadie me había comunicado nada y yo tampoco había hecho el más mínimo esfuerzo por saber de sus cosas. Desde que se fueron él y su madre se terminó la comunicación.

En realidad no era mi hijo, ya lo he dicho, aunque durante algún tiempo me gustó pensar que sí lo era. Él tampoco me escribió y nunca me llamó, ni siquiera para felicitarme en mi cumpleaños. El correo solamente me comunicaba su muerte acaecida ahora hace dos meses, según ella dice. Cuenta también alguna de las circunstancias, algún detalle tangencial y penoso y el entierro en su correspondiente cementerio, nada más. Era escueto y frío como esa misma muerte de la que me hacía partícipe. Era más áspero que el comunicado de desahucio de un juzgado.

Supongo que era eso lo que pretendía con sus palabras, pero creo que en ellas había también escondido un grito ahogado, una llamada de socorro.

Le respondí en su mismo tono, lamentando lo ocurrido y añadí alguna frase más de carácter educado, y apuntando ligeramente a algún lejano recuerdo, más en el estilo que corresponde en estos casos que tratando de darle algún aire cálido, afectuoso o al menos cariñoso.

Sin embargo he decidido ir. Nadie me lo pide y nadie espera que haga tal cosa. Nadie saldrá a mi encuentro o aguardará mi llegada en el aeropuerto. Nadie. Pero he decidido que debo subirme a ese avión. Nadie me esperará. Nadie lo sabrá. Será un viaje estrictamente privado, íntimo y solitario. Casi anónimo.

Deberé encargar luego unas flores que yo mismo llevaré al cementerio, a su tumba, con un lema bordado en oro sobre un fondo morado. Dirá escuetamente algo obvio y cursi, tal vez algo que un día creí que podía durar siempre, pero que luego no fomenté ni continué por culpa de mi orgullo, que siempre se ha escudado en la pereza o en la vergüenza mal entendida. La supuesta hostilidad de mi ex-mujer, su madre, no es una excusa válida ni suficiente para explicar mi pasividad y casi diré que mi cobardía. “Tu amigo que te quiere – mi nombre de pila y mis dos apellidos-”, ésa será la corta frase que figurará en la cinta. Corta y quizás exagerada, pero necesaria para recomponer pobre y tardíamente una dignidad perdida.

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