12 Septiembre 2008
Sí, eso fue, fueron esos chinos ricos, de traje caro pero que les sentaba fatal, a los chinos les sienta casi todo fatal, incluso el opio. Esos chinos que no paraban de fumar tabaco americano y que siempre, siempre terminaban de putas y que siempre, siempre las querían rubias. Cedió, su resistencia se rompió por su punto más débil, la ira. Se operó los pechos y se quitó las arrugas de los labios, y al quitárselos regaló su sonrisa a un fantasma que pasaba por allí una tarde tonta, como son casi todas las tardes, tontas, un plato de lentejas, un afán, un regreso al principio, una vuelta por Navidad, una vuelta de tuerca hasta que el tornillo se pasa de vueltas.
Sin embargo el que también estuvo a punto de no mantenerse entero fui yo. Aún tengo la señal de un mordisco suyo en mi brazo izquierdo. En aquella ocasión no tuve más remedio que agarrarla de los cabellos cortos y tirar fuerte, sólo así me soltó. Doce puntos de sutura me dieron en el hospital; dije que había sido un perro. La enfermera me miró extrañada, no, perdón, rectifiqué, no ha sido un perro, ha sido una perra.
Yo sólo quería poner un poco de humor en aquella situación tan deplorable, no quería que me sobrepasase el lamento y la tristeza por ella y por mí, pero me equivoqué completamente. La conversación que siguió luego es mejor que no la cuente, sólo diré que aquella enfermera estuvo a punto de llamar a la policía para que me arrestara.
Era una mujer vieja, extrañamente vieja, tenía las uñas demasiado largas para ese trabajo, muy pintadas y algo sucias, me dio asco, le sonreí y todavía empeoré la situación.
También estuvo muy cerca de matarme el día que me puso aquel enorme cuchillo de cocina en la barriga. Miré a la derecha, a la ventana que hay encima del fregadero de mi cocina, como si viera algo, un truco muy manido, de película, lo sé, pero funcionó. Su cabeza razona como una maza, no como un martillo. Ella también miró, entonces le así la mano del cuchillo. Sorprendida apretó con fuerza, la mía la frenaba, ella apretaba más y más, no conseguía clavármelo. No sé que le ocurrió, pero al desistir agotada se orinó y defecó encima. Sucia, sin fuerzas y con el cuchillo aún entre los dedos, se arrodilló exhausta y derrotada, me ensució mis zapatos italianos. La levanté, la metí en la bañera, la limpié y la acosté. Se durmió como un bebé y yo me curé el pinchazo que tenía cerca del ombligo.
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