23 Abril 2008
Quan el poeta canta és millor emmudir i escoltar. Com quan em mira el pare.
Mut.
O com quan la miro a ella despentinada, o pentinada cap a l’esquerra, la seva, que es la meva dreta.
Jo que la miro i remiro, sempre em penso que és un mirall, on ni ella ni jo som la mateixa persona, mai.
Vull el teu pit, li dic.
O un troç de mugró, només això.
Només què?, un cigró?
Sí, una fava, un pèsol, allò que tremola. Vull la meitat de tu, però la vull sencera, un trosset de pit, només.
Però tu, ni m’el dones ni m’el mostres.
Qué li fas amb la ma esquerra?
Què hi tens a la ma dreta que tant lletja la tens?, què hi agafes?, què hi esgarrapes?
Per què t’has de pintar les ungles? Vol ser maca?, més encara, dona guapa?
Et batega el cor més depressa quan ho ets?
I quan no ho ets?, deixa de bategar?
Vull els teus pits, dona, ara vull els dos, sí, aquests que tens, que qui sap si algún día et mataràn.
Bé el de la esquerra o bé el de la dreta. Qui sap si l’un, qui sap si l’altre.
És curiós, mai es posen d’acord per matar, i sí per alletar.
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(La dona despentinada, El peletero, 8 de gener de 2008)
Cuando el poeta canta es mejor enmudecer y escuchar. Como cuando papá me mira.
Mudo.
O como cuando la miro a ella despeinada, o peinada hacia su izquierda, la suya, que es mi derecha.
Yo que la miro y remiro, siempre pienso que es un espejo donde ni ella ni yo somos la misma persona, nunca.
Quiero tu pecho, le digo.
O un pedazo de pezón, sólo eso.
¿Sólo qué?, ¿un garbanzo?
Sí, una haba, un guisante, aquello que tiembla. Quiero la mitad de ti, pero la quiero entera, un pedacito de pecho, nada más.
Pero tú, ni me lo das, ni me lo muestras.
¿Qué le haces con tu mano izquierda?
¿Qué tienes en tu mano derecha?, ¿qué tan fea la tienes?, ¿qué agarras?, ¿qué arañas?
¿Por qué te pintas las uñas? ¿Quieres ser bonita?, ¿todavía más, mujer guapa?
¿Te late el corazón más deprisa cuando lo eres?
¿Y cuándo no no lo eres?, ¿deja de latir?
Quiero tus pechos, mujer, ahora quiero los dos, sí, estos que tienes, que quién sabe si algún día te matarán.
Bien el de la izquierda o bien el de la derecha. Quién sabe si uno, quién sabe si el otro.
Es curioso, nunca se ponen de acuerdo para matar, i sí para amamantar.
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(La mujer despeinada, El peletero, 8 de enero de 2008)
Quizás me equivoque,
pero creo recordar que los peluqueros fueron los primeros en desestructurar aquello que tiene una difícil estructura, los cabellos.
La caída libre para los lacios o la espiral para los rizados.
Los primeros, apenas bien peinados, adquieren la armonía de una bandada y los segundos de un rebaño.
Charlotte Rampling no está despeinada, por supuesto que no, pero ese ventilador que seguro debe de tener a su derecha, deja a la vista los cortes hábiles de las tijeras del peluquero, que cortan dejando puntas sueltas, mechones libres, como si fuesen llamas de algún fuego, o las colas de algún pez.
Charlotte es una de esas mujeres con los pechos pequeños más sensuales del mundo del espectáculo, que aquí vemos insinuar sin terminar de mostrar nada. Con su mano derecha mal fotografiada, pareciendo más una garra que la suavidad y habilidad que seguro tiene, pero mal colocada, apoyándose en la cadera, mientras la izquierda nos promete lo que ansiamos y que nunca tendremos, al menos nosotros desgraciadamente no.
Charlotte es una de esas mujeres que han sabido madurar con la valentía en esos ojos que si no son de cristal han de ser de diamante, de carbono petrificado en las más duras condiciones de presión y de calor.
¿Qué deben de haber visto, que nunca nos contará, su boca, tan especial, tan difícil y tan morfológicamente arriesgada?
Está en el límite más delicado, el más difícil, casi para terminar siendo su boca una pequeña caricatura. Boca grande, labios no gruesos y el superior que monta ligeramente en el inferior. Esa es la clave de su morbilidad, ésa y sus pezones que un día muy lejano vimos en una portería nocturna. Grandes, erectos, como si fueran atributos masculinos.
Nosotros le pedimos que nos los dé, lo hacemos porque los necesitamos, los queremos tener en nuestra boca y entre nuestras dedos, queremos que nuestra lengua los levante y los endurezca. Hay algo importante, vital, que nos impele a pedírselos, ¿el silencio de nuestro padre?, ¿su mudez y sus ojos pillos?. ¿Los pechos de nuestra madre anciana, hermosos todavía, con su famosa peca cerca de la aureola del derecho y de la que tanto ella presumía?
¿Es eso?
Yo no lo sé, pero me gustaría pellizcárselos a Madame Charlotte, con la buena educación, pasión, suavidad, delicadeza, atención y por supuesto también, la mala intención necesarias para pellizcar pezones, y me gustaría del mismo modo que jamás llegara a morir por ellos, no sería justo para nadie.
Ni para ella ni para nosotros, ni tampoco para el Verdugo.
Yo creo que a los dos, a Él y a mí, si fuéramos mujer, nos gustaría ser ella.
(Charlotte Rampling fotografiada por Bettina Rheims, 1985)
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