12 Abril 2008
Elogio de la Amada
El Amado
1:9 Yo te comparo, amada mía,
a una yegua uncida al carro del Faraón.
1:10 ¡Qué hermosas son tus mejillas entre los aros
y tu cuello entre los collares!
1:11 Te haremos pendientes de oro,
con incrustaciones de plata.
Elogio del Amado
La Amada
1:12 Mientras el rey está en su diván,
mi nardo exhala su perfume.
1:13 Mi amado es para mí una bolsita de mirra
que descansa entre mis pechos.
1:14 Mi amado es para mí un racimo de alheña
en las viñas de Engadí.
(El Cantar de los Cantares)
Querido Teodoro
Acabo de llegar a Barcelona, me hospedo como ya sabes en casa de Pedro y su esposa Bienvenida. Me quedaré aquí hasta recibir el primer envío de pieles de castor americano que está preparando Christian, el esposo de tu hermana Silvia. Espero que todo vaya bien, tengo noticias que las pieles ya han salido. Quiero comprobar también la selección que de ellas han hecho los hermanos Iván y Milton.
En casa de Pedro me encuentro bien, se halla en la calle del Rec, cerca de la playa, llena de pescadores. Ellos dos son muy agradables y él siempre escucha las noticias que le llevo de estos mundos de Dios, donde parece que los reyes se inventan guerras a su antojo, haciéndonoslas pagar siempre a la gente que trabaja. Es un juego peligroso, no para ellos, claro.
Conozco un poco España y muchos se vanaglorian y se alegran de la fortuna de ser dueños de América. Esa es la clase de regalos que el diablo te da. Tienen un doble fondo, como las diligencias que hacen contrabando y no quieren pagan los aranceles a la Corona. Son regalos con trampa.
América es un bien, tan enorme, tan preciado, tan extraordinario que nadie hubiera podido soñarla ni imaginarla, pero España, o las Españas que dicen por aquí, se lastrarán en cuerpo y alma durante siglos.
Te quiero contar como fueron los días que estuve con Albert, mi amigo monje de Poblet, miniaturista.
-¿Y América? - me preguntó Albert.
-¿América? Ya no es dueña de su destino y no lo será tampoco durante siglos.
-Estás muy seguro de ello, ¿por qué hablas así?
-La esclavitud pervierte tanto al dueño como al esclavo, y este esclavo, americano, es demasiado valioso. Tú deberías saberlo, Albert. Eres un ser libre, eres un monje de clausura, aquí encerrado entre libros y muros de piedra, que protegen tu libertad. ¿Qué mejor compañía puede soñar un hombre?
-Tienes razón, yo sé cual es el precio de la libertad, y lo sé de una manera diferente de como lo sabes tú. Pero me consultas por compañías. ¿La mejor? La de Dios, sin duda, pero te pregunto yo también, ¿hay alguna otra, aparte de nosotros mismos?
-¿Y a mí me lo preguntas?
-Tú eres un hombre de mundo.
-¿Y eso qué significa, si puede saberse?
-Viajas y conoces a gente.
-Entre moverse mucho y quedarse quieto no hay apenas diferencia.
-Saverio.
-¿Qué?
-Siempre que vienes a España, y de camino a Barcelona desde Burgos, te paras aquí unos días y me visitas, ¿por qué?
-¿No somos hermanos?
-No de sangre.
-¿Quién sabe?, no estés tan seguro. Podemos saber quién es nuestra madre, no quién es nuestro padre.
-¿Sabes que te quiero?
-¡Claro que lo sé Albert!, y yo te quiero a ti.
-¿Dos hombres amándose?
-Amor de hermanos, pero aun cuando no lo fuera únicamente, ¿a quién le importa?, ¿crees que a Dios le molesta?
-Estoy seguro que no, Saverio, incluso te digo que se alegra.
-¿Albert?
-¿Qué?
-Tú me salvaste de la ruina, mantuviste mi casa con el dinero de tu familia.
-Tu casa era también la mía.
-Sí, pero eso son palabras, nada más. El dinero es dinero, muchas veces es mucho mejor que las palabras.
-¿Y?
-Quería decírtelo.
-Ya lo has dicho.
-¿Albert?
-Dime.
-He conocido a cuatro mujeres.
-¿Cuatro?
-Sí, a una india, a una flamenca, a una salmantina y a una leonesa. La india es una esclava, la flamenca es una mujer casada que ama mucho a su esposo. La salmantina es una monja, y…
-¡Por Dios, Saverio!, ¿no puedes conocer a una mujer normal?
-¿No son normales ésas?
-Tú ya me entiendes. ¿Sabes algo de Amparo y de Magdalena?
-Magdalena está en Cuba con su esposo y a Amparo la he visto hace unos días en Toledo con Sor Dolores, la monja Salmantina. Y…
-No paras de decir y… ¿Qué?
-Nada.
-¿Qué le sucede a Doña Amparo?
-Dice que es muy feliz y que es fiel a su esposo.
-¿Eso dice?
-Sí.
-Eso está bien.
-Claro.
-¿Y?
- Que quiero que siga pensando que soy un caballero.
-¿Y no lo eres?
-Tanto como lo puedas ser tú, un monje de clausura, confesor y seductor de novicias.
-¿Yo?
-Pero te mueres de ganas.
-¿De qué?
-De seducir a novicias.
-Eso sí, me muero de ganas.
-Así estamos todos, muriéndonos de ganas. Ellos y ellas.
-Háblame de la india.
-Pues…
-Olvídate de ella.
-Pero…
-Te engañará.
-Puede, pero yo te quería explicar que…
-Te dirá que te quiere mucho, igual que se lo dice a su perro.
-No tiene perro.
-Peor.
-Pero…
-Siempre te mentirá.
-¡Carajo!, ¡¡déjame hablar!! no me permites ni abrir la boca. ¡Caramba!
-¿Para qué?, ¿para decir tonterías? Te matará, si no te ha matado ya. ¿Estás muerto o estás vivo, Saverio?, responde.
-Mmmm… Si estuviera muerto me habrías enterrado.
-Es una india, huele a madera y no distingue como nosotros la verdad de la mentira. Son peores que los recién nacidos, engañan, saben llorar, y se saben abrir como las flores.
-Pues…
-Olvídala y dedícate a cristianas de piel blanca, hazme caso, no huelen a madera, pero huelen a queso. Háblame ahora de la flamenca y de la leonesa y de esa otra, ¿qué dices que es?, ¿una monja salmantina?
-¿Queso?
-Sí, queso, al menos es comestible.
-Me has quitado las ganas de hablar.
-Entonces te enseñaré lo que estoy pintando. Mira Saverio, he empezado a ilustrar “El Cantar de los Cantares”
-Por Dios, Albert, eso no lo puedes hacer.
-¿Por qué no?
-Te van a echar, igual que a Pere, sabes de qué te hablo, ¿no?
-Sé que lo expulsaron de un monasterio, pero desconozco los detalles.
-Del monasterio de Igualada, el de Capuchinos. ¿No te lo ha contado?
-Los detalles no.
-No hay mucho que contar, fue por no llevarse bien, por no obedecer. Y a ti te pasará igual.
-No me importa. Además nadie lo sabrá si tú no se lo dices.
-¿Pero tú crees que puedes pintar eso? Escenas amorosas y eróticas que hasta a mí me ponen colorado.
-¿Hasta a ti?, ¡caramba don Saverio!, me olvidaba de tu larga y abundante experiencia en estos temas.
-Búrlate lo que quieras, pero ahora va a resultar, que tú, un monje de clausura del Císter tiene más experiencia en esas cosas que yo.
-Es que yo me escapo
-Y siempre regresas, eso es hacer trampas. En cambio yo no me puedo escapar porque siempre estoy fuera.
-¿Por qué crees que me hice monje confesor?
-¿También?, ¿a quién confiesas a monjes o a monjas?
-Las monjas son las peores.
-No me creo nada de lo que me dices.
-Haces bien, todo es mentira.
-Cuéntame alguna verdad
-Lo acabo de hacer
-¿Cuál?
-Que todo es mentira.
-¿La Santísima Trinidad también?
-Eso no, eso es demasiada verdad.
-¿Demasiada?
-Claro, no la podemos comprender.
-Te estás burlando de mí. ¿Sucede algo?
-Entre las verdaderas mentiras y las demasiado verdades uno termina por no comprender nada. Mucho trabajo.
-¿Pero no se supone que un monje de clausura medita y reza?
-Sí, claro, pero además quieren que trabaje, que pinte, que sea moderno, pero no mucho, que pinte a la italiana, que sea innovador y al mismo tiempo clásico, necesitan gustar a todos. Además quieren que enseñe, me han pedido que organice una escuela de pintura.
-¿Podrás con todo?
-Y también quieren abrir más monasterios. Han llegado monjes jóvenes, ambiciosos, que no saben nada y que se creen, cada dos por tres, que están descubriendo la sopa de ajo. Toma, prueba eso.
-¿Qué es?
-Tú come.
-Es bueno.
-Se llama “chocolate” y seguro que tiene el sabor de tu india.
-¿Cómo?
-Es americano, ha llegado hace pocas semanas. Cho-co-la-te. Muchos viajan allí y no regresan.
-¿Se quedan a predicar?
-¡Narices!, ¿por qué crees que te he hablado tan seguro de tu india? Casi todos tienen mancebas indígenas y un montón de hijos, son más fértiles que las conejas.
-¿Tú también te irás?
-A veces ya me gustaría, ya. Pero no, soy demasiado mayor. No sirvo para predicar, soy un mal vendedor, no sé vender, sí puedo ser en cambio un buen maestro. Y aquí tengo trabajo.
-Te veo cansado
-Lo estoy, y tengo un tío en Bellpuig que no se encuentra bien. Mariano, ya te he hablado de él, me preocupa. Me ha hecho de padre toda la vida… Pero… ¿sabes?
-Ya sé que vas a decirme
-¿Qué sabes que voy a decirte?
-Que cuando ves a Pere, ves a tu padre.
-¿A ti te ocurre igual?
-Sí.
Can she excuse my wrongs with virtue’s cloak?
shall I call her good when she proves unkind?
Are those clear fires which vanish into smoke?
must I praise the leaves where no fruit I find?
No, no: where shadows do for bodies stand,
thou may’st be abused if thy sight be dim.
Cold love is like to words written on sand,
or to bubbles which on the water swim.
Wilt thou be thus abused still,
seeing that she will right thee never?
if thou canst not overcome her will,
thy love will be thus fruitless ever.
Was I so base, that I might not aspire
Unto those high joys which she holds from me?
As they are high, so high is my desire:
If she this deny what can granted be?
If she will yield to that which reason is,
It is reasons will that love should be just.
Dear make me happy still by granting this,
Or cut off delays if that I die must.
Better a thousand times to die,
then for to live thus still tormented:
Dear but remember it was I Who for thy sake did die contented.
shall I call her good when she proves unkind?
Are those clear fires which vanish into smoke?
must I praise the leaves where no fruit I find?
No, no: where shadows do for bodies stand,
thou may’st be abused if thy sight be dim.
Cold love is like to words written on sand,
or to bubbles which on the water swim.
Wilt thou be thus abused still,
seeing that she will right thee never?
if thou canst not overcome her will,
thy love will be thus fruitless ever.
Was I so base, that I might not aspire
Unto those high joys which she holds from me?
As they are high, so high is my desire:
If she this deny what can granted be?
If she will yield to that which reason is,
It is reasons will that love should be just.
Dear make me happy still by granting this,
Or cut off delays if that I die must.
Better a thousand times to die,
then for to live thus still tormented:
Dear but remember it was I Who for thy sake did die contented.
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(“Can she excuse my wrongs?” John Dowland, 1563-1626)
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