martes, 12 de mayo de 2009
El peletero/Augustus y Fidelius (Los caminos de Oriente)
19 Marzo 2008
PARA MI HERMANO MAGNUS, Y SUS ZAPATOS NUEVOS
-Querido Augustus, háblame una vez más de Pierre Loti.
-¿Del escritor o del café?
-Del café, me gusta recordar aquella anécdota.
-Es sencilla, nos encontrábamos tu tío Magnus, nuestra amiga Eloisse y yo mismo tomando café y contemplando la maravillosa vista del Cuerno de Oro. Un niño limpiabotas que trabajaba allí se ofreció a limpiarnos los zapatos sucios y llenos de polvo. El único que aceptó fue tu tío Magnus, ya sabes cómo es. Llevaba una especie de botas muy cómodas de un color parecido a la arcilla. Un color a tierra difícil de imitar. El niño, que se llamaba Nihat, lo intentó repetidas veces y con denuedo. Empezó a mezclar varias cremas logrando obtener solamente un rojo subido, demasiado subido. Eloisse y yo, nos reíamos disimuladamente al ver los esfuerzos del pobre limpiabotas y su cada vez más notorio fracaso.
-Y mi tío Magnus terminó con unos zapatos limpios pero algo diferentes de cómo eran en un principio, con un bello color carmín, ¿verdad?
-Así fue Fidelius, el muchacho le puso voluntad, pero o no tenía las cremas necesarias o esa no era su habilidad. Fue una escena tierna.
-Eso fue en agosto de 1977, ¿no?
-Sí, nos alojamos en el hotel de los espías, el Pera Palas, un palacio vetusto. La habitación era enorme y mayor que la habitación lo era el baño, con una bañera que parecía una barca o la cama de la Reina de Saba.
-Estambul, El Cairo, Bombay, Nueva Delhi…
-¿Por qué las nombras, hijo?
-He de leerte un artículo de Joan F. Mira y quiero conocer tu opinión. Pero antes cuéntame vuestra llegada a Delhi.
-Ya la conoces, al perder nuestro avión en Bombay llegamos a la ciudad a las cuatro de la madrugada. El Hotel era lujoso, y muy alto, el “Taj Mahal”, situado en la ciudad nueva, llena de chalecitos ajardinados a la inglesa y llenos de árboles. Nos alojaron en uno de los pisos medianos, no muy alto. Al llegar descorrí las cortinas de la ventana. Y allí estaba el sol, rojo, enorme e imponente, saliendo justo enfrente nuestro. Desde aquella escasa altura, las copas de los árboles de aquellos cuidados “gardens” se unían unas con otras simulando una selva enorme. Eso parecía lo que veíamos desde nuestra ventana, una selva enorme y… una multitud de buitres tan grandes como aquel sol que nos empezaba a iluminar. Buitres quietos, expectantes, tranquilos, esperando algo, ir a trabajar, supongo. Los había a centenares poblando las ramas de aquellos árboles, que parecían indiferentes a todo lo que sucedía a ras de suelo o más allá de sus copas.
¿Por qué me haces recordar eso, Fidelius?
-Por ese artículo, padre, me ha sorprendido y quiero leértelo.
-¿Sabes quién es Joan F, Mira?
-Sí, padre, lo sé, es un antropólogo, sociólogo y traductor valenciano. Ha escrito varias novelas y sus dos últimas obras son la traducción al catalán de la “Divina Comedia” y los “Evangelios”. El artículo que quiero leerte apareció en el periódico Avui el pasado 23 de febrero. Habla, entre otras cosas del Estambul que conocisteis tú, mi tío Magnus y vuestra amiga Eloisse. Es el Estambul del año 1977.
-Léelo.
-Se titula “Un autobús a Goa”, la traducción del catalán es mía, y dice así:
“Que el paso de los años, en muchas partes del mundo, no ha mejorado, más bien todo lo contrario, el bienestar y la paz de los humanos y la felicidad posible de algunos viajes, es una verdad tan cierta como desagradable. Yo todavía conservo, a pesar de todo, un poco de optimismo histórico, pero no tanto, como mi amigo Joan Oliver. Principalmente cuando medito que hay cosas, caminos y viajes que hace treinta años eran posibles y ahora no son ni siquiera imaginables,
(…) (El artículo entero se encuentra al final del post)
Hace treinta años, entonces, se podía subir a Estambul y pasar por Bagdad y por Teherán en el mismo vehículo, y bajar en Goa, volver a subir y hacer el camino de vuelta. En las calles de Kabul no había caído ninguna bomba, ni en Irak ni en Irán había habido una guerra de ocho años con un millón de cadáveres ya olvidados, ni había habido una guerra de el Golfo y después una invasión y otra guerra, ni los años de extenso terror suicida, ni los talibanes. Ni la pasión por cambiarlo todo, para derrocar, destruir, rebelarse, matar y mandar, se había apoderado de los espíritus entre el Mediterráneo y el Índico. ¿Alguien puede decirme qué hemos ganado –qué han ganado los pueblos, la pobre gente de cada lugar- con estas pasiones desatadas? ¿Alguien puede suponer que el mundo, esta parte del mundo, era peor cuando podías subir a un coche de línea a Estambul, camino de Kabul, y terminar el viaje en santa paz a Goa? Lo pregunté por escrito, ya hace algunos años, pero no tuve respuesta.
-¿Qué opinas, Augustus?
-Que Joan F. Mira es un nostálgico algo desmemoriado o que no le gusta recordar según qué.
-¿Por qué lo dices?
-Tiene razón, la tiene toda cuando pregunta: “¿Alguien puede decirme qué hemos ganado –qué han ganado los pueblos, la pobre gente de cada lugar- con estas pasiones desatadas? ¿Alguien puede suponer que el mundo, esta parte del mundo, era peor cuando podías subir a un coche de línea a Estambul, camino de Kabul, y terminar el viaje en santa paz a Goa?” Tiene razón, pero el mal ya tenía el vientre en el que gestar. Incluso, esa madre diabólica que lo llevaba en su seno ya había tenido unas cuantas hemorragias.
-Háblame de ello.
-Creo que ya lo sabes, Fidelius.
-Lo sé, querido padre, pero ¿no crees que es bueno repetirlo a menudo?
-Naturalmente que lo es, pero antes quizás deberíamos distinguir dos cosas, los hechos históricos en sí y que Mira olvida citar, y dos conceptos fundamentales que en apariencia son benéficos siendo en la práctica todo lo contrario.
-¿A que te refieres?
-Me refiero a la idea de “Justicia Absoluta” y al concepto de “Riqueza económica”.
-¿Qué significan?
-Es muy sencillo, la “Justicia Absoluta”, o sus sinónimos como la “Justicia Perfecta”, no son justicia, y eso es lo que se trató de hacer legitimando el Estado de Israel y propiciando su creación después del Holocausto. El mal causado fue tan grande que cualquier intento de reparación no podía más que conllevar un aumento del dolor y del sufrimiento, como así ha sido.
-Eso es una paradoja terrible, Augustus,
-No tanto, cuando mayor es el mal, más difícil es su reparación. Pero…
-¿Pero?
-El pueblo judío tiene derecho a protegerse, a defenderse y a dotarse de los instrumentos que crea necesarios para ello.
-¿Y eso qué significa?
-Eso es casi un misterio religioso, hijo.
-Augustus, la ironía no nos salvará.
-Pero nos hará reír que es algo muy parecido. O… llorar que también lo es.
-Háblame de la “Riqueza económica”.
-Siempre se piensa, equivocadamente sin duda, que los tesoros se refieren a cosas y a objetos, y que la riqueza de los pueblos se encuentra en el valor de sus “materiales”, de sus materias primas.
-Y no es así, ¿verdad, padre?
-La riqueza siempre hace referencia a las personas, jamás a las cosas. En ese sentido permíteme recordar el cuento de los hermanos Grimm que cita “El Gordo” en la rememoración que hace de su profesor. (1)
-Las bondades obtenidas sin esfuerzo terminan siendo venenos.
-Así es, Fidelius.
-Entonces, el petróleo es una maldición y no un regalo del cielo.
-Naturalmente, ese es un regalo del diablo.
-El petróleo, el oro, los diamantes, la coca.
-El único bien es el que hay encerrado en el cuerpo de un ser humano, más allá de ese cuerpo no hay nada, excepto otros seres humanos. Casi parece una descripción cuántica, el espacio está lleno de vacío, la distancia que hallamos entre el protón del hidrógeno y el electrón que gira a su alrededor, es casi la misma que hay entre un balón de fútbol y las gradas más próximas.
-¿Cuáles son los hechos históricos que se olvida de citar Joan F. Mira?
-Los acuerdos Sykes-Picot de 1916 entre Francia y Gran Bretaña por los que se repartían Oriente Medio a espaldas de los árabes, habiéndoles mentido previamente con la ayuda inestimable de hombres como T. E. Lawrence. Joan F. Mira habla de mediados de los setenta y en 1945 Las Naciones Unidas aprobaron la creación del Estado de Israel, con la inmediata y consiguiente guerra. En 1967 se produjo la de lo seis días. Y seis años más tarde, en 1973, hubo la del Yonkipur.
-La semilla del mal ya estaba sembrada.
-Y el petróleo y la sangre la han ido regando. En el periodo de entreguerras se descubren los grandes yacimientos. Y después de la Segunda Guerra Mundial Estados Unidos firma sus tratados con la dinastía de Arabia Saudita y el Sha de Persia.
-¿Y la Unión Soviética?
-La Unión Soviética simuló representar el único modelo laico para el mundo musulmán, el marxismo-leninismo servía al ser humano, fuera ése musulmán o mormón. Quiso modernizar la experiencia turca de Ataturk con imitadores de segunda fila como el mismo Nasser, el partido Baas y el movimiento palestino. El otro modelo de laicismo era el Sha persa. Todas esas “malas” intenciones no llegaron a ser más que Democracias de partido único, como cualquier dictadura o como la misma Rusia se está ya convirtiendo ahora mismo, a principios del siglo XXI, malos simulacros del modelo mejicano y su PRI.
-Josep Pla siempre afirmaba que es mucho peor la anarquía y el caos que una dictadura.
-La población actual de Rusia estaría completamente de acuerdo con esta tesis. Ten en cuenta que el poder sufre “horror vacui”, siempre hay alguien que lo ocupa, no existen zonas sin “poder”. Los rusos quieren orden, creen que ése es el deber principal del Estado, proporcionar orden y creen que eso es justicia. El hundimiento de la Unión Soviética fue un acontecimiento demasiado traumático, todas las ratas que ya vivían a su costa se apoderaron del Estado o crearon uno nuevo. Mafia, nada más que esa miseria moral.
Este es también el drama de Colombia y sus FARC. El Estado es endémicamente débil, no es capaz de controlar y dominar todo el territorio. Las injusticias sociales y económicas son solamente vulgares y pobres excusas, una vil coartada para el desmán. El poder es como el sexo y el agua, siempre encuentran una salida. Luego aparecen los ideólogos o los psicólogos con sus interpretaciones imaginarias y sus farsas
-Entonces, amado padre, Joan F. Mira no se daba cuenta que caminaba en ese viaje de Estambul a Goa, encima de un volcán a punto de estallar.
-No se daba cuenta de eso, ni de las fumarolas que salían de entre las piedras, con un terrible olor a azufre.
-El mismo Infierno trataba de salir.
-Y salió. Mira no se daba cuenta, pero nadie se daba cuenta de ello. No podíamos imaginar el desastre y la tragedia posterior. Quizás ahora debería haber recordado esos precedentes en su artículo.
-En él, querido padre, parece haber un lamento por un Islam incapaz. Un lamento poco explícito excepto en lo obvio, el fundamentalismo.
-Sí, él, como muchos, no se atreve a decir una verdad clave.
-¿Cuál es?
-Yo, de momento, tampoco me atrevo.
-¿El fracaso del Islam como civilización?
-Yo no he dicho eso, hijo.
-Ya lo sé, yo tampoco lo he dicho, solamente lo he preguntado. ¿Todas las religiones del Libro no son casi iguales?
-No lo son, el Cristianismo es diferente.
-¿Por qué?
-Las religiones semitas se fundamentan en la entrega de la Ley a los hombres. Es el mismo Dios quien lo hace. Se llame Samash, el dios de la justicia, el que entrega a Hamurabi la Ley, o Yaveh quien le da las tablas a Moisés en el Deuteronomio, o Alá a Mahoma en el Corán. ¿Quién se atreverá a cambiar la Ley que el mismo Dios ha dictado? Nadie.
-Jesús no dictó ninguna ley, ¿verdad?
-Ninguna, dio apenas algún consejo, nada más. Él quería abolir la Ley. Además hemos de recordar que en todo caso el cristianismo lo inventó San Pablo y no Jesús.
-Y él también es hijo de la tradición egipcia, en la que el Rey es Dios al miso tiempo.
-Sí, pero mejor pregúntame otra cosa, Fidelius.
-De acuerdo, Augustus. Has hablado de Lawrence, ¿me permitís que os lea un párrafo corto de “Los siete pilares de la Sabiduría”?
-Claro que sí, Fidelius, ¿de qué se trata?
-De la adopción de causas ajenas.
-Eso significa que deben de haber causas propias.
-Eso parece.
-Lee, Fidelius, te escucho.
-Lawrence dice:
“Cualquier hombre que se entregue a una causa ajena llevará una vida de yahoo, tras haber malbaratado su alma a un amo bárbaro. No es uno de ellos. Puede incluso ponerse a su frente, persuadirse de estar encargado de una misión, agitarlos y dirigirlos hacia algo que ellos, por su propia decisión, nunca hubieran hecho. Puede luego explotar su viejo entorno para sacarlos de lo que eran. O bien, siguiendo mi propio modelo, puedo llegar a imitarlos tan bien que ellos bastárdamente lo imiten luego a su vez. Luego, puede renunciar a su antiguo entorno: simulando el de ellos; y las simulaciones son siempre vacuas y sin valor. En ningún caso hace nada que le sea propio, ni nada tan íntegro que pueda ser considerado personal y propio (sin tener que pensar en la conversión), dejando que ellos tomen de su silente ejemplo las acciones o reacciones que les apetezcan.”
-¿Qué opinas, Augustus?
-Que quién abandona su casa no vuelve a ella.
-Pues muchos quieren encontrar la suya en la de otros. ¿Por qué?
-Lo propio, a veces, hay que ventilarlo. Está muy visto, es como el paso del enamoramiento al amor. Siempre nos enamoramos de los forasteros. Quizás sea algo casi genético. Buscamos genes diferentes para mejorar la especie, tal vez.
-
-Pero no hablábamos de biología ni de genética y sí de ideas, costumbres y modos. Hábitos genuinos y no impostados o imitados. Lawrence habla de eso, habla de la verdad y del simulacro.
-Tienes razón, Fidelius.
-¿Me permites terminar la cita?
-Claro que sí, hijo, termínala.
-Lawrence continua diciendo:
“En mi propio caso, el esfuerzo de estos años por vivir y vestir como los árabes, e imitar sus fundamentos mentales, me despojó de mi yo inglés, y me permitió observarme y observar a Occidente con otros ojos: todo me lo destruyeron. Y al mismo tiempo no pude meterme sinceramente en la piel de los árabes: todo era pura afectación. Fácilmente puede convertirse uno en infiel, pero difícilmente llega uno a convertirse a otra fe. Yo me había despojado de una forma, pero no había podido adoptar las otras y me había vuelto algo así como el ataúd de Mahoma según nuestra leyenda, con el resultado de un intenso sentimiento de soledad, y de desagrado, no hacia los demás hombres, sino hacia lo que hace. Semejante desapego pasaba a veces sobre un hombre agotado por el reiterado esfuerzo físico y el aislamiento. Su cuerpo marchaba de manera mecánica, mientras su intelecto racional lo abandonaba, y desde la nada lo observaba críticamente, preguntándose qué hacía aquel trasto inútil y por qué. A veces aquellas dos entidades llegaban a conversar en el vacío; y era entonces cuando la locura dejaba sentir su proximidad, como creo que debe ocurrirle a quien puede ver las cosas a través del doble tamiz de dos géneros de costumbres y entornos”
-¿Qué opinas esta vez, Augustus?
-Lawrence lo dice muy claro cuando afirma que: “todo era pura afectación. Fácilmente puede convertirse uno en infiel, pero difícilmente llega uno a convertirse a otra fe.”
-Vos sois ateo, padre.
-Sí, lo soy.
-¿Y eso no es cambiar de fe?
-Claro que no, yo soy fiel a la misma que tuvieron mis padres, tus abuelos, Fidelius.
-Entiendo lo que dices, pero quiero que me lo cuentes mejor, padre.
-De acuerdo, entonces debes hacerme una pregunta.
-Empezaré por el principio, siempre es mejor. ¿Cuál es el Dios en el que no crees?
-Querido Fidelius, es la mejor pregunta, pues me haces hablar de aquello en lo que no creo, como si fuera su fiel devoto.
-Sí padre, pero sé digno de tu nombre y respóndeme.
-Me haces reír cuando me reprendes, querido hijo. Me gusta cómo eres.
-¿Por qué?
-Así nadie dudará de quién eres hijo.
-Eso casi parece la respuesta a mi pregunta.
-Claro, pero sólo casi.
-Entonces termínala, ¿cuál es ese Dios?
-¿Cuál, preguntas?
-Sí, ¿cuál?
-Muy fácil Fidelius. Solamente puedo no creer en el único Dios que conozco. El Dios de la Biblia y en el de los Evangelios, ése es y no otro, yo no conozco a ninguno más, al menos yo no. Y cuando digo conocer hablo como si hablara del padre aquél que siempre estuvo y está a mi lado acompañándome en mi vida y aconsejándome con su ejemplo. Hablo también de la madre que me dio a luz, que me educó con su Amor y me dio de comer de sus pechos.
-Sí, Augustus, hablas de la Santísima Trinidad, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. También de la Virgen María, de los Apóstoles y de todos los Santos.
-Y también hablo de Zeus y de su loca familia. De la triple diosa de tres colores, de Venus, de Montserrat, de Pilar, de Rocío, de Magdalena. Ése es mi dios o mi diosa, pues Dios no tiene sexo. Hablo de lo que conozco y amo lo que conozco.
-¿No crees en todo eso, padre? ¿De verdad?, hablas de ello como sí creyeras.
-Ya te lo he dicho, sólo hablo de lo que conozco y de lo que conozco bien, tan bien lo conozco que ello me ha hecho como soy. Además lo amo de verdad, lo respeto y lo admiro.
-Por eso parece que creas…, parece que…
-Termina de decir lo que piensas.
-Parece que creas porque hablas de ello como si Dios fuera algo o alguien que tuviera que ver con el ser.
-Y no es así exactamente, Fidelius.
-¿No?
-No únicamente, Dios tiene que ver también con el saber. Al menos el Dios que yo quiero. Yo no necesito creer que Dios existe…
-Necesitas saber que existe, ¿verdad Augustus?
-Así es hijo mío. Yo necesito y quiero tener con Él una conversación de tú a tú. Yo quiero seguir siendo yo mismo. No deseo ni ansío ningún Nirvana. Quiero salvaguardar mi identidad, mi bien más preciado. Ser yo mismo es lo que más quiero. Nunca he entendido eso de no ser “yo” y la fusión con el Cosmos, ese diluirse en la nada.
-En todo caso la fe es una gracia, ¿no es así? La recibes o no.
-Eso parece.
-Entonces es algo arbitrario, Augustus
-La voluntad de Dios parece ser arbitraria. San Agustín no tuvo ningún reparo en afirmar eso. Pero es una idea extraña, parece tramposa.
-¿Qué dijo?
-Déjame a mí también hacer una cita.
-¿De San Agustín?
-No, de “El peletero”, ¿sabes quién es?
-Sé quién es, sí, pero poco sé de él, muy poco. Tú apenas me cuentas nada y mi madre, que también es tu esposa, y que según tú mismo lo conoció mejor, nunca quiere hablar de ése que ambos llamáis “el peletero”. Pero lee la cita, padre, haz el favor.
-Como tú digas, hijo. Leo:
-“Tanto San Agustín como Albert Camus creían que todos somos culpables, yo también así lo creo, pero San Agustín a pesar de ser un hombre de su época debía de estar loco o ser un santo, de una imaginación tan perversa como alucinada, si no, a qué mente en su sano juicio se le ocurre creer que la bondad es consecuencia de la Gracia arbitraria de Dios (somos buenos porque hemos sido elegidos, y no, hemos sido elegidos porque somos buenos).” (2)
-¿En este caso deberemos entender también que la “bondad” es una gracia?
-Así es, no eres alguien realmente “bueno” si no has sido elegido.
-Pero eso es una tontería. Tal cómo lo vemos hoy, las virtudes deben ser el resultado de la voluntad y del esfuerzo de tenerlas.
-Del mérito, ¿verdad Fidelius?
-Claro, padre. ¿Por qué hablaba así San Agustín?
-Agustín creía muy firmemente en eso que decía. San Agustín es otro que “resucita”. El mundo está lleno de resucitados o zombies. Es otro que cae de su caballo y ve la luz después de haber llevado una vida “salvaje” y haber agotado todos los placeres. Pero hemos de tener en cuenta que es un hombre traumatizado por el saco de Roma a manos de los visigodos. En ello ve el fin. Para él es todo un símbolo de el mundo que termina, como la caída de las Torres gemelas en Nueva York. Por eso escribió “La ciudad de Dios”, en ella nos habla de una ciudad que no caerá nunca en manos del bárbaro, ella será siempre el verdadero refugio. Hoy diríamos de él que fue un hombre sincero y honesto.
-¿Aunque dijera barbaridades?
-Sí, lo importante no es la verdad, dicen muchos, la verdad siempre es incómoda. Siempre molesta a alguien.
-¿A quién?
-Al que la desprecia, naturalmente, al que no la considera, la verdad establece diferencias entre las cosas, y muchas personas prefieren desear igualar el mundo, a lo máximo que llegan es a eso del ying y el yang. Pero no hablábamos de eso, ¿verdad? y sí de causas ajenas o propias.
-Sí padre, eso es. Y tú piensas igual que Lawrence, creo haber entendido.
-Así es, pero ten en cuenta que la arbitrariedad es una manera tramposa de libertad. Al menos es infantil, primitiva. Es el Juicio de Dios.
-¿Qué quieres decir?
-Recuerda que en algunas de las instituciones democráticas atenienses, los cargos eran sorteados, dejando en manos del azar su elección.
-El azar parece la muerte, ¿verdad Augustus?, no distingue entre unos y otros.
-Y eso parece justicia cuando tal vez es todo lo contrario, Fidelius. Ser justo significa saber distinguir aquello que es diferente entre sí, y no igualar lo distinto. Otra vez la verdad. De ese mal entendido nacen muchas tragedias. Entre ellas la que ha provocado la Pedagogía moderna.
-Siempre la nombras.
-Sí, y lo hago porque es el paradigma de la estulticia humana. Hombres y mujeres, los pedagogos modernos, que no han hecho más que condimentar ideas ajenas, prejuicios, ideas peregrinas y en ocasiones también mezquinas. Todo ello en un cóctel peligroso por estúpido, y cínico. El cinismo del burócrata de partido.
-Pero Augustus, habábamos de Lawrence y que tú pensabas lo mismo que pensaba él.
-Y como él muchos otros. Entre ellos el mismo Kavafis cuando en su hermoso poema “la ciudad”, habla de la imposibilidad casi física de abandonarla. Cuando dice:
“La ciudad es una jaula.
No hay otro lugar, siempre el mismo
puerto terreno, y no hay barco
ue te arranque a ti mismo.”
-Pero eso es terrible Augustus.
-¿Por qué?
-Tu casa no puede ser una jaula. Y cuando hablo de casa me refiero a…
-¿A qué?
-No estoy seguro.
-Te refieres al tiempo, a la posibilidad de que el futuro cambie el pasado, pero eso es imposible, quien lo pretenda será siempre un impostor.
-No, no me refiero a eso, me refiero a otra cosa, no es lo contrario pero casi. El futuro no cambia el pasado, no puede, pero de lo que se trata es de que el pasado no te impida cambiar el futuro.
-Claro Fidelius, eso nunca debe suceder. Pero el pasado no es solamente el camino que vas dejando atrás, el pasado siempre se va acumulando en tu espalda, igual que si fuera una mochila. Tenemos de evitar que esa mochila se convierta en una joroba. Es el drama del mestizo.
-¿Del mestizo?
-Sí, de ése que no es querido por ninguna de sus familias, ni la de su madre, ni la de su padre. Aquí en Catalunya, muchos emigrantes conocen esta sensación. Aquí son “charnegos” y allí son “polacos”. En la epopeya americana, la que colonizó su frontera, muchas tribus indias secuestraban blancos, casi siempre niñas, tenían un déficit crónico de mujeres que morían al dar a luz y por las duras condiciones de vida que no eran nada idílicas y sí terriblemente machistas. Una mujer valía menos que un caballo. Esas niñas blancas secuestradas, cuando eran rescatadas, años después, casi nunca conseguían vivir como blancas normales. El mundo occidental les era tan extraño para ellas como lo era el de sus secuestradores. Pocas sobrevivían a los dos mundos. Se han escrito novelas románticas narrando todo lo contrario, pero son fantasías.
En “The Searchers” (en España “Centauros del desierto”) John Wayne busca a la niña secuetrada, Natalie Wood, su sobrina, no tanto para rescatarla y sí para matarla. Sabe que jamás volverá a ser una blanca, ni que tampoco fue nunca una comanche.
-¿Eso es lo que Lawrence quiere afirmar?
-Eso creo. Yo soy consciente como él, aunque no he necesitado quebrantar mis orígenes, que mi universo mental, imaginario, icónico, psicológico y emocional, todos mis referentes son occidentales, cristianos y católicos. Yo soy hijo de eso que me enseñaron mis padres y antes que ellos mis abuelos. Todo eso es una tradición que yo respeto, admiro, critico y quiero. Y pienso, que si llegase a desperdiciarse, perderíamos lo mejor que ha dado el ser humano.
-¿Lo mejor?
-No quiero ofender a nadie, pero eso es lo que pienso. Algunos usan un criterio equivocado cuando valoran una civilización.
-¿Cuál?
-El de su sofisticación, Fidelius.
-¿Qué pretendes afirmar?
-Lo afirmaré en positivo para no molestar. Los ingleses tienen una cocina simple y pésima, pero su aportación, la de ellos y la de todo el mundo anglosajón, a la formulación de una idea moderna de la democracia es impagable e inigualable. Es la continuación natural de Roma y Grecia.
-¿Ni por los franceses?
-Creo que no, pero no es el caso, porque al menos los franceses tienen también una cocina sofisticada. Me refiero a los protocolos, a los ceremoniales del día a día, a las reglas, a los tabúes, a las prohibiciones y a las obligaciones, a la riqueza de sus alfombras, al brillo de sus vestidos de seda y a la cantidad de vueltas que necesitan sus turbantes. A las jerarquías, y al número de cuentas que hallamos en sus rosarios. A la cantidad de colchones que encontramos en sus divanes y al número de eunucos que vigilan sus harenes. A sus dinastías, a sus maestros y a sus discípulos, a sus sabios y a sus profetas. A los cubiertos necesarios para comer una aceituna. Al número de habitaciones que tienen sus palacios. Y a las castas que estratifican sus comunidades. Me refiero a eso cuando hablo de sofisticación.
Gore Vidal, en su novela “Creación”, nos habla de eso. En esta novela el embajador persa en la Atenas de Pericles ve a los griegos como salvajes maleducados, sucios y peor vestidos con esas túnicas de algodón. Para él, un harén numeroso es señal de sabiduría, una cima. Unas vestiduras ricas también. La altura de una sociedad se rige por las castas, compartimentos estancos, que la forman. No entiende las leyes de Solón, no entiende nada.
Por eso los soldados de Alejandro se negaron a postrarse ante él cuando se lo pidió. “Nosotros somos griegos” le respondieron. En esa simple frase está lo mejor del mundo, a eso me refiero cuando hablo de ello.
-¿Tienes hambre, padre?
-¿Qué me ofreces?
-Un aperitivo. Una cerveza rubia y unos berberechos del Cantábrico que pueden ser pinchados con un humilde mondadientes.
-¿Y para comer?
-¿Te apetece una paella?
-¡Claro!, pero, ¿quién lavará los platos?
-Tú.
UN AUTOBUS A GOA
“Que el paso de los años, en muchas partes del mundo, no ha mejorado, más bien todo lo contrario, el bienestar y la paz de los humanos y la felicidad posible de algunos viajes, es una verdad tan cierta como desagradable. Yo todavía conservo, a pesar de todo, un poco de optimismo histórico, pero no tanto, como mi amigo Joan Oliver. Principalmente cuando medito que hay cosas, caminos y viajes que hace treinta años eran posibles y ahora no son ni siquiera imaginables. Como uno que yo no hice, pero que igualmente evocaré. Antes que el trozo de mundo entre el Mediterráneo y el Índico, el espacio del efímero imperio de Alejandro Magno y un poquito más se convirtiera en la brutal desgracia que ahora es.
Eso era, entonces, a primeros o mediados de los años setenta, en una visita a la ciudad de Estambul. Era cuando la antigua Constantinopla, antes Bizancio, no se había convertido todavía en este monstruo de doce millones de habitantes, de nubes de gas coches, de putas eslavas y de multitudes de rumanos, de ucranianos y búlgaros comprando sacos negros de mercancías para revender en sus desproveídos países, que es el espectáculo que ofrecía veinte años después. Cuando Estambul era una gran ciudad clásica y tranquila, excepto por la presencia de soldados en las calles, con uniformes de ejército pobre y con caras pasablemente siniestras. Cuando los barrios de Kumkapi y Karsikapi estaban llenos de hotelitos agradables para turistas discretos, y no eran sede de un tráfico incesante de mercado negro, prostitución y alguna otra actividad inconfesable, como he encontrado en visitas más recientes. Cuando casi todas las mujeres iban con la cabeza descubierta y los cabellos al aire, y no abundaban tanto los pañuelos llamados islámicos como en mi última visita, el pasado verano.
Entonces, una mañana, muy cerca del gran bazar cubierto, encontré una parada de autobuses, con tres o cuatro vehículos que se iban lentamente llenando de pasajeros. Al lado de uno de los autocares, una baluerna con todo el aspecto de haber vivido ya una larga vida, con los colores vivos de otro tiempo ya apagados, un vehículo lleno de polvo no limpiada en muchos años, un individuo con un gran bigote y pantalones anchos animaba a comprar un billete. Le pregunté dónde iba el autobús y me indicó el cartel, un cartel muy largo: Estambul – Ankara – Damasco – Bagdad – Teherán – Kabul – Delhi – Bombay – Goa. Ese era el viaje, y supongo que solamente lo hacían entero algunos jóvenes de barba rosa y con aspecto de hippies sin reciclar, que debían soñar con experiencias místicas en la India o con paraísos de playa y palmeras en las playas de la antigua colonia portuguesa. Todavía deben estar allí, por lo que se puede ver en algún reportaje: hippies sexagenarios vendiendo souvenirs en los chiringuitos de Goa. La mayoría de la gente, sin duda, tomaban aquel autobús para hacer solamente parte del trayecto. Lo supuse al ver que el equipaje que cargaban no era susceptible de resistir muchos días de malos tratos: sacos de víveres, bolsas mal cerradas, cabras con las patas atadas, gallinas, y otras mercancías poco resistentes para un trayecto tan largo.
La fascinación, en viajeros como yo, no demasiado amante de la aventura, estaba justamente en la lista de nombres del trayecto. Y es una fascinación retrospectiva y triste, al ver como han ido después las cosas en aquellas partes del mundo. Veinte años después, en efecto, en otro viaje a Estambul, aquel autobús había desaparecido, y nadie supo darme razón de él, cuando pregunté en el mismo lugar de la parada. Había desaparecido y era impensable, esta es la dramática historia. Cuando el mundo era un poquito más antiguo, cuando todavía no habían habido tantas novedades y tantas revoluciones, cuando Sadam Hussein el sanguinario no mandaba en Irak, cuando Khomeini y los ayatolas no habían proclamado la oscura pureza de su fe, cuando en Afganistán no había habido aún el golpe de Estado comunista que abrió las puertas del infierno, cuando todo era más tradicional, más moderado, menos antioccidental, entonces era posible, a Estambul, en los márgenes del viejo Mediterráneo, subirse a un autobús que va a Kabul y todavía más allá.
Hace treinta años, entonces, se podía subir a Estambul y pasar por Bagdad y por Teherán en el mismo vehículo, y bajar en Goa, volver a subir y hacer el camino de vuelta. En las calles de Kabul no había caído ninguna bomba, ni en Irak ni en Irán había habido una guerra de ocho años con un millón de cadáveres ya olvidados, ni había habido una guerra de el Golfo y después una invasión y otra guerra, ni los años de extenso terror suicida, ni los talibanes. Ni la pasión por cambiarlo todo, para derrocar, destruir, rebelarse, matar y mandar, no se había apoderado de los espíritus entre el Mediterráneo y el Índico. ¿Alguien puede decirme qué hemos ganado –qué han ganado los pueblos, la pobre gente de cada lugar- con estas pasiones desatadas? ¿Alguien puede suponer que el mundo, esta parte del mundo, era peor cuando podías subir a un coche de línea a Estambul, camino de Kabul, y terminar el viaje en santa paz a Goa? Lo pregunté por escrito, ya hace algunos años, pero no tuve respuesta.
(Joan F. Mira - Diario “Avui”, 23 de febrero de 2008)
(1)-El peletero-El viejo profesor.
(2)-El peletero penitente.
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