17 Enero 2008
Ah, lo que tú quieres saber, jovencito,
quedará como no preguntado, se perderá sin ser dicho.
(Pier Paolo Pasolini, entresacado de una conversación con el adolescente Bernardo Bertolucci)
Las máquinas fallan y lo hacen muy a menudo.
Pero los humanos fallamos más.
En realidad las máquinas no deberían fallar nunca, para eso son máquinas, nos sustituyen allí donde no llegamos. Hacen aquello que nosotros no alcanzamos ni podemos hacer más que a través suyo, pues ellas mismas somos nosotros, ¿quién si no las ha pensado y construido?
Una prótesis, una válvula del corazón, un empaste dental, un antibiótico, un lavaplatos, unas pestañas postizas, un simple cuchillo para cortar el pan… Cualquiera de ellos es una máquina. Hemos poblado nuestro paisaje de artilugios, artefactos, ingenios y aparatos que nos ayudan en todo aquello que creemos necesario. Incluso pueden llegar a convertirse en un amigo, en un compañero de juegos, en el símbolo de alguien, en aquello que evoca nuestro recuerdo, quizás llegue a ser el recuerdo mismo, o tal vez hasta ese alguien.
Un conjuro mágico es una máquina, lo es una premonición, una adivinanza. Un libro también lo es, lo es la poesía y todo el arte. Lo es cualquier “constructo” humano, una fórmula matemática, una disertación, una simple idea.
Una simple barra de pan.
Y también lo es el erotismo, el sexo practicado por humanos es un puro artificio. Con él conseguimos elevarlo a la suprema categoría que la estética puede alcanzar, a su máxima condición, ésa que todos conocemos por el nombre de ética.
Y que popularmente se conoce por amor, olvidando añadirle el adjetivo de “erótico”, el término exacto es, “amor erótico”, colindante con el otro, con el Amor sin adjetivos, el tesoro de la creación, el mismísimo corazón de Dios.
Nuestras máquinas apenas las estamos empezando a fabricar, el tiempo que llevamos es mera prehistoria comparado con el que ha de venir. Desde grandes naves interplanetarias a quánticos componentes para la nueva era de la informática. Vacunas y nuevas medicinas que casi nos convertirán en inmortales.
La revolución que se nos avecina dejará pequeños, mudará en enanos, en verdaderos ciudadanos de Liliput, a Marx y a su amigo Engels.
Las máquinas son una maravillosa metáfora de la compañía y también la perfecta lección de que la mejor compañía siempre somos nosotros mismos.
¿Esa fue la pretensión de Dios al crearnos? ¿Construir su mejor compañía a través del mismo material del que Él está hecho? ¿Acompañarse a sí mismo? ¿O precisamente todo lo contrario?
¿Dios quiso con nosotros construir verdaderamente al Otro?, ¿ese terreno desconocido, siempre difícil, incluso peligroso? Porque… la verdadera aventura, la auténtica épica siempre es descubrir ese nuevo continente, sea un desierto, una selva, montaña o valle, tierra o mar, que es…
…el Otro.
La pregunta crucial tal vez no sea, ¿qué hay después?, sino, ¿quién es ése?
Blade Runner y su autor Philip K. Dick, que no pudo anticipar ni imaginar los teléfonos móviles o celulares, terminará acertando con sus replicantes y los talleres piratas de ojos, riñones, o pedazos de cerebro con la memoria que uno quiera, a elegir según menú, o diseñada a medida.
Blade Runner tiene un momento tierno que no es amoroso a pesar de la belleza de sus protagonistas, de Harrison Ford (joven y atractivo), de Sean Young, especialmente espléndida al final de la película con su maravilloso abrigo de piel auténtica. Por suerte la película de Ridley Scott todavía no había sido contaminada por la epidemia ecologista y ese amor tan infantil por la naturaleza.
Los replicantes son máquinas muy parecidas a los humanos, lo son tanto que únicamente expertos en ellas pueden distinguirlas de los auténticos hombres y mujeres. Máquinas diseñadas para tareas específicas y con una fecha de caducidad habitualmente muy corta.
Ese momento tierno mencionado es cuando el ingeniero principal del proyecto que fabrica los replicantes, J. F. Sebastián (William Sanderson), aquejado del síndrome de Matusalén, que lo envejece prematura y exactamente igual que les sucede a sus criaturas, esas que él mismo diseña, es visitado por una de ellas, Rutger Oelson Hauer interpretando el papel de Roy Batty, un peligroso replicante de la serie “Nexus 6”.
Roy Batty ha huido junto con algunos compañeros más, y de algún confín de la galaxia han regresado a la Tierra para hacer una pregunta.
El apartamento del ingeniero es enorme, parece un palacio romano o palermitano, en un edificio vacío y ruinoso, del que te sorprendes que todavía funcione el ascensor. Es un hombre, tímido y físicamente poca cosa, que juega al ajedrez por teléfono (Philip K. Dick tampoco anticipó Internet) con el Gran Jefe de la Tyrrell Corporation, la que fabrica esos ingenios, mitad máquinas, mitad no se sabe qué.
Es un hombre solo que ha poblado ese apartamento, mitad palacio, mitad devastación, de muñecos articulados, juguetes vivos, medio hombres y mujeres y medio marionetas independientes. Entes locos que tropiezan contra las puertas, dan media vuelta y vuelta a empezar, para que a la tercera o cuarta intentona traspasarla sin darse de bruces contra ellas o las paredes cercanas. Parecen soldados de plomo, pero están hechos de carne, carne humana con una fecha de caducidad diferente a la nuestra.
Roy Batty quiere saber por qué se le termina su tiempo. Él es un ser construido para combatir. También desea saberlo Rachael (Sean Young) que al principio ignora que lo es, pero que la han diseñado para satisfacer a los hombres y darles placer. Ambos son casi humanos o quizás más humanos que nosotros mismos.
Roy Batty, la máquina, visita a J. F. Sebastián, su “padre” y a través de él consigue llegar hasta el Presidente de la Tyrrell Corporation, su “Dios”.
Quiere verlos para preguntarles ¿por qué? Ni uno ni otro son capaces de responderle, ni el Padre ni El Espíritu Santo conocen la respuesta. Y el Hijo no está presente o quizás lo sea esa misma máquina que llora en brazos de su creador, ésa que llena de miedo y que, faltada del mínimo cariño, termina por matarlos a ambos.
A mí también me gustan las máquinas, como le gustan a Caín, el ángel libre que aúlla porque no sabe llorar. Y me gusta que las máquinas salven vidas y den placer. Me gusta que las máquinas nos acompañen, me gusta conversar con ellas de la misma forma que lo hago con las lagartijas verdes con rayas oscuras.
También me gusta el palacio barroco que he comprado. He debido sobornar a un funcionario y a dos políticos para que no lo declarasen edificio de interés arquitectónico. En él me he recluido, es austero, con pocos muebles, pero con la mejor tecnología en comunicaciones que he sido capaz de reunir. Incluso me he instalado en la azotea un potente telescopio y en mi estudio un avispado microscopio.
En mi enorme alcoba solamente hallaremos una cama baja, casi japonesa y casi de monje; una mesita para depositar la lámpara y algún que otro libro y en un rincón, en el otro extremo, un pequeño armario con ropa; ¡ah!, y una silla para depositar la ropa que me quito cuando me acuesto.
En el último piso he instalado mi taller, donde construyo esas máquinas, y a través de mi página web, las vendo como si fuera un inventor estrafalario.
Naturalmente lo soy, estrafalario, pero soy inofensivo y simpático. Y todos aquellos y aquellas que se atreven y vienen a comprármelas directamente a mi casa, -para, así de paso, aprovechar y conocerme-, me llaman artista o me apodan directa y cariñosamente, “Leonardo”.
Yo se lo agradezco haciéndoles una rebaja en el precio. Y alguna que otra muchacha jovencita, demasiada niña aún, y bastantes mujeres de todas las edades, me besan y me piden que me acueste con ellas, como si yo también fuera una máquina. Gustoso les digo que sí a todas, a unas y a las otras, a las niñas y a las ancianas, me gusta hacer el amor con ellas, con todas ellas. Algunas son tiernas y dulces y otras salvajes y guerreras. Unas me dicen “ven” y otras me piden que espere, y mientras espero se me desnudan delante de mis ojos con la mejor y más seductora de las danzas, no necesitan música, o son ellas mismas las que me cantan, con su propia voz o con la alegría de su deseo.
Después hacemos eso que me piden. Algunas regresan, y todas se van satisfechas y contentas a casa donde las espera su esposo, novio, compañero o robot.
Las máquinas se rompen y lo hacen muy a menudo.
Pero los humanos nos estropeamos mucho más.
Yo ya he de tomar una de esas pastillas que ayudan a la erección, son formidables, unas máquinas perfectas que gracias a ellas y a pesar de mi edad, puedo todavía complacer bastante dignamente a mis queridas clientas.
ECCE HOMO
Sí, yo sé de donde procedo.
La llama no me sacia,
quemo y me consumo.
Todo lo que toco se convierte en luz
y carbón todo aquello que dejo:
es muy cierto que soy una llama.
Friedrich Nietzsche
Esas fueron palabras del gran filósofo alemán, pero que hubieran podido ser perfecta y normalmente dichas también por, Roy Batty, “replicante” de la serie “Nexus 6”. Nadie de nosotros se hubiera sorprendido al oírlas de su propia boca mientras, inexorablemente, se le expiraba su tiempo.
Ellas también, las palabras del poeta, y todos nuestros momentos “se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”.
“Es hora de morir”, dijo Roy Batty.
Y murió.
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