lunes, 16 de marzo de 2009
El peletero/Poesía fría-El primer sueño (y 4)
13 Diciembre 2007
Gran Elegía a John Donne
En el prólogo a esa espléndida antología poética que hemos citado, escrita en octubre de 1999 por Ricardo San Vicente podemos leer: “Cada poeta hace de su obra un monumento, un obelisco eterno y vertical, al que no funde ni destruye, salvo el olvido, ningún efecto terreno.”
“No. Soy yo, John Donne, tu alma.
Aquí estoy sola, penando en las cimas celestes
por haber creado con mi esfuerzo
sentimientos e ideas pesados, cual cadenas.
Con esta carga tú podías alzar el vuelo
entre pasiones y pecados, y más alto.
eras un ave y veías a tu pueblo
por doquier, todo; te alzabas sobre el ala del tejado.
Veías los mares todos, la lejanía entera.
Has contemplado el Infierno en ti mismo y luego tal como era.
Has visto con la misma evidencia el claro Cielo
en la más triste –de todas las pasiones- aureola.
Una afirmación así trata de indicar que el olvido es un fenómeno físico-biológico. El prologuista no olvida que los hechos psicológicos son exclusivamente terrenales. Nada escapa a la gravedad de las leyes físicas que apenas dejan volar a los pájaros, que de tan cansados que están de intentar subir a la cúspide del obelisco, se duermen al igual que el poeta y su propia musa, que sin lugar a dudas no es un ser espiritual y sí también de carne y huesos como el propio poeta. Lo que el prologuista nos quiere hacer ver y resaltar es que las leyes de la física “se diluyen en el arte del artista”.
Aunque fuera la musa una simple piedra de la misma luna, dormida y soñando estaría también en mares de plata, o en esas nubes lunares, tan transparentes y brillantes como el sol del mediodía.
Has visto que la vida es como tu isla.
Y con este Océano te has dado cita:
sólo oscuridad sólo oscuridad y por doquier aullidos.
Has recorrido en tu vuelo a Dios y has regresado.
Mas no podrás con esta carga ascender a lo alto,
desde donde este mundo no es más que un centenar de torres
más las serpientes de los ríos, y donde, al mirar abajo,
el juicio final no se antoja casi pavoroso.
El clima es allí, en aquel país inmóvil.
De allí es todo como un sueño enfermo en el sosiego.
Y el Señor es desde allí sólo una luz en la ventana,
en noche de niebla, en la casa más lejana.
Ricardo San Vicente nos dice: “En la filosofía poética de Brodsky, el orden que los hombres han descubierto en su mundo, las leyes del tiempo y el espacio, de la causalidad –la relación consecutiva de causa y efecto- o de la gravitación universal, no existen o son otras: las que engendra el poeta con su obra. El poeta introduce el mundo material, en el que nos reconocemos, en el suyo, el poético –o, mejor dicho, “brodskiano”- y nos lo ofrece.”
Hay campos que no surca el arado.
En años no los labra. Ni en siglos los trabaja.
Sólo los bosques se alzan en torno como muros,
y sólo la lluvia en la hierba enorme baila.
El leñador primero, cuyo caballo flaco
irrumpa allí vagando en el temor de la espesura,
si se encarama a un pino verá de pronto el fuego
en su valle, allá que yace a lo lejos.
Todo, todo es a lo lejos. Aquí en cambio, es tierra imprecisa.
Por los lejanos techos serena la mirada se desliza.
Hay tanta luz aquí. No se oyen los ladridos.
Ni llega el tañir de las campanas.
Y el comprenderá que todo está a lo lejos. Hacia los bosques
dirigirá el caballo con gesto brusco.
Y al instante, riendas, trineo, noche, él mismo
y el pobre penco, todo se hará bíblico sueño.
San Vicente continúa afirmando que las leyes del artista son “las del hombre arrancado de su seno y de su tiempo; un hombre entregado al mundo y a todos los tiempos.”
El tiempo del poeta es el tiempo de todos, así todos los personajes son contemporáneos, como lo es el mismo artista, coetáneo de todos ellos. Brodsky acompaña a Ulises cuando busca a Telémaco y está al lado del viejo emperador cuando habla con Tiberio o cuando se convierte en Marcial y escribe a su amigo romano.
Heme pues aquí, lloro, lloro, no hay camino.
Mi sino es volver a estas piedras.
Me es imposible volver allí en cuerpo.
Tan sólo muerta me es dado alzar allí mi vuelo.
Sí, sí, sola. Habiéndome olvidado, luz mía,
bajo la fría tierra, por siempre olvidado,
como tormento del deseo estéril de volar en pos,
para así tejer con mis entrañas, tejer la despedida.
San Vicente nos lo dice con claridad, “nuestro tiempo es lineal, unidimensional e irreversible. La aceleración mental permite al poeta y, en algunos casos, a su lector, cerrar el bucle del tiempo, romper la lógica del futuro y el pasado, escapar por un momento del presente o invertir el curso de la vida”.
Mas ¡ay! Mientras yo turbo con mi llanto
aquí tu sueño, hacia lo oscuro cae, no se funde,
tejiendo nuestro adiós aquí, la nieve,
y en un vaivén la aguja, la aguja vuela.
No soy yo quien sollozo, lloras tú, John Donne.
Tú yaces solo, y duerme en los armarios la vajilla,
mientras la nieve vuela hacia la casa dormida,
mientras la nieve vuela desde allá hacia lo oscuro.”
El poeta terminará muriendo por culpa de un corazón enfermo, su tiempo se acabará como humano, pero el tiempo del poeta perdurará. En su lucha contra el fin y la muerte inútil, triunfará, y lo hará de tal manera que no solo logrará no morir y permanecer presente, sino que también conseguirá haber nacido hermano del instante.
Parejo al ave, él duerme en su nido,
su senda pura y el ansia de mejor vida
por siempre confiadas a la estrella
que ahora está cubierta por la nube.
Pareja al ave, su alma es limpia;
y si la senda mundanal es, como dicen, pecadora,
más natural se antoja que un nido de chovas
sobre el enjambre gris de estériles nidales.
Aquel día, si así podemos decirlo, en que Dios inventó el tiempo, tuvo que ayudarse del poeta, sin él ni Dios mismo hubiera podido lograr tal portento.
Parejo al ave, también despertará de día.
Pero ahora yace bajo el manto blanco,
mientras siga tejido en nieve, tejido en sueño
el espacio entre el alma y el dormido cuerpo.
Se ha dormido todo, pero aún algún verso
espera el final y muestra con dientes picados
que el cantor se debe solo al amor terreno,
y que el amor del alma no es más que carne de abad.
Pues, sea cual fuere el molino a que estas aguas lleven,
en nuestro mundo siempre se muele el mismo trigo.
Y si es posible compartir con alguien nuestra vida,
¿quién compartirá con nosotros la muerte?
Un hueco hay en semejante tela. Quien quiera lo desgarra a su antojo.
Por todos sus extremos. Se irá. Regresará de nuevo.
¡Y un nuevo estirón! Y sólo el firmamento
a oscuras, de vez en cuando, para coser toma la aguja.
Duerme, duerme, John Donne. Duerme no te tortures.
Está roto el caftán, sí, roto. Y cuelga alicaído.
Pero verás, un día asomará de entre las nubes
la estrella que a tu mundo tanto tiempo ha protegido.
7 de marzo de 1963
Iósif Brodski nació en algún momento entre el primer y el sexto día de la Creación.
Entre esos instantes acompañó a la luz en su viaje.
Esa luz que siempre va tan rápida cuando va, como cuando regresa. Que se curva en señal de respeto, al ver a Dios tomar las formas del hidrógeno incandescente o las del helio gastado y el doble de pesado, o del litio, o del berilio, del boro o del carbono y su compañero el silicio, el neón y el sodio, hasta del hierro, del oro y del plomo, y seguro que también de la plata. Y del plutonio y del uranio, del azufre y del cloro, del calcio y del titanio. Del níquel, del cobre yd el zinc. Y es posible también que hasta del aluminio, que pesa poco.
Y sin lugar a dudas del nitrógeno y del oxígeno
Brodsky acompañó a nuestra luz en su deambular, con ella rebotó en las paredes del universo para regresar al centro de nuevo y visitar una vez más esos ojos oscuros y negros, esos agujeros que quizás son las orejas de Ése nuestro Dios.
Y ya de paso asomarse también a los quásares, generosos que regalan luz y más luz, desde el violeta profundo hasta el rojo del mismo Lucifer.
Los quásares parecen cornucopias, pero son la jarra del Aguador o quizás los mismísimos ojos de Dios.
Y luego, más allá, entre ondas de radio y gamma y la negrura del fondo, entre las luciérnagas de ese cielo helado, Iosif tratará de llenarlo, despacio, con humildad, pero con la perseverancia, seguridad y confianza de Job, de la música de los poetas. De ese runrún que ni los ángeles más ingeniosos saben imitar.
Iósif Brodski nació en uno de esos seis días, o tal vez lo hizo en el séptimo, y mientras el mismísimo Dios descansaba, Iósif Brodski, el poeta, empezaba ya a trabajar.
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