viernes, 6 de febrero de 2009
El peletero/Mi querida Natalia. (1)
16 Octubre 2007
Ya no se nos permite usar tu nombre.
Ya sabemos que eres inefable,
anémica, muy quebradiza y sospechosa
de las misteriosas culpas de la infancia.
Sabemos que ya no se te permite vivir
ni en la música, ni en los árboles al apagarse el sol.
Sabemos (más bien nos han dicho)
que ya no estás en ningún sitio, en absoluto.
Pero, con todo, oímos tu voz cansada
en el eco, en la queja y en las cartas que nos
escribe, desde el desierto griego, Antígona.
(“Alma” Adam Zagajewski)
El poeta hace de los gusanos vestidos de seda.
(“Adagia” Wallace Stevens)
PRIMERA PARTE
Me llaman “El Gordo”, todos me llaman así menos ella. Ella lo hace por el nombre que consta en la ficha que se guarda en la recepción del balneario donde me hospedo desde hace ya un tiempo, procurando adelgazar para aliviar mi corazón. Es bonito decirlo así, “adelgazar para aliviar mi corazón”, parece incluso una metáfora poética.
Se llama Natalia y aunque no cité su nombre entonces, ya hablé de ella en una ocasión anterior. Es la directora del balneario y según parece gusta de mi compañía y de mi conversación. Casi cada tarde nos vemos para charlar en el salón que hay en el centro del recinto, en la hora de la siesta. Es el momento, junto con la madrugada, más tranquilo del día. Nadie nos molesta y al estar solos podemos ejercer el derecho a renunciar a la música ambiental. El tono beige de la decoración es muy deprimente, pero por suerte yo ya no corro ese peligro.
Cómodamente sentados nos tomamos unos cuantos whiskys mientras oímos el agua brotar de la fuente de ese pequeño y ridículo jardín que hay a un lado del salón.
La belleza no me disgusta, pero el adorno sí, por eso detesto las fuentes y su simbolismo. El aguador no discrimina y eso siempre es un grave error.
El alcohol permite crear un simulacro de confianza y cercanía emocional. Mi gordura aumenta el coeficiente de mi masa corporal y la cantidad necesaria que debo beber de licor para emborracharme es mucha. Nunca quiero ni puedo llegar hasta este extremo, eso me permite dominar mejor la negociación, pues una conversación, por tonta que sea, siempre es eso, un pequeño combate.
A Natalia el whisky le desata la lengua y el acento que tiene pegado a ella, y que trata y sabe esconder muy bien. No estoy seguro, pero sospecho por qué lo hace.
Nunca hablamos de asuntos importantes, ella me cuenta sin dar nombres, cosas de los clientes que han ido pasando por el balneario. Siempre intenta que la anécdota tenga algún interés y quiere conseguirlo en la manera y la gracia de contar la historia. No sé, tengo la sensación de que está imitando a alguien cuando lo hace, incluso a alguien que se parece a mí, pero que no soy yo. Al final, eso sí, siempre he de ser yo el que acabe por redondear el chisme y convertirlo en una buena fábula. Ella no sabe.
Pero el otro día no hizo falta, lo consiguió sola sin tener ni siquiera que abrir la boca. Ni yo tampoco.
Tome, me dijo al sentarse frente a mí en su habitual butaca del salón. Yo le estaba llenando el vaso con un buen whisky de Malta, cuando veo que me entrega, depositándolo encima de la mesita, un sobre que observo ya ha sido franqueado en el correo postal. Está viejo y doblado.
Por favor, lea la carta, me pide.
Tomo un sorbo de whisky y saco la carta del sobre. Va dirigido a ella y el remitente es un tal Miguel. Está muy vieja y muy manoseada, muy leída. Es de hace muchos años, algo más de diez según el matasellos.
Antes de empezar a leer me ha pedido que le prometa no desvelar a nadie el contenido de la misiva. Se lo he prometido, aunque yo casi nunca cumplo mis promesas. Las razones para cumplirlas son distintas en cada caso, pero siempre son parecidas y eso me preocupa, porque marcan una tendencia, una propensión. En definitiva, una debilidad.
Leo:
Mi querida Natalia,
He recibido tu atenta carta y me dispongo a respondértela sin demora.
(…)
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