lunes, 12 de enero de 2009

El peletero/El colibrí y las muchachas en flor (3)



24 Agosto 2007

Alguna vértebra debe de estar mal colocada y muerde lo que no debe. Esa es la causa de esa maldita cojera que ya dura demasiado, arranca desde la cadera izquierda y desciende hasta más allá del suelo. Me da un aire torpe al andar; hay cojeras elegantes, de bastón con la punta de plata y mango de marfil, pero la mía no es de ésas. Por su culpa me es difícil mantener un porte digno. A pocos les gusta mi aspecto ridículo, y a mí tampoco.

Sentado mejoro. Aunque todavía he de alzar la voz para que el camarero me atienda cuando pido mi café todas las mañanas a primera hora.

Cuando no tengo nada que hacer me siento en la terraza de mi bar preferido, y entre ver pasar la gente y leer cuatro tonterías, las horas transcurren también tontamente.

Una de las camareras siempre me mira de reojo lo que estoy leyendo, no es joven y no es de aquí. No sé porque se interesa, nunca hemos hablado más que las palabras necesarias para pedir el café y pagar. Tiene un físico característico que no voy a describir, pero su sonrisa cuenta muy bien el tipo de mujer que es.

¿Cuál?

- Me gusta la forma de su cráneo –dijo Teodoro-. (…) Es usted dolicocéfala.

- O sea…

(…)

Y antes de que Teodoro hubiera encontrado las palabras para responder, Giudi Olper arrojó la boquilla sobre un plato, cogió las cintas de su bata, lo atrajo hacia sí, acercó sus labios a los de él, clavó sus ojos en los ojos de él, vibrando delicadamente como si su cuerpo emitiese ondas, y habló con lenta resolución, mientras le miraba un ojo, el otro, la boca, el mentón, la frente, clavándole en el rostro las palabras una a una, como si clavase banderitas sobre el mapa de una batalla.

(“Dolicocéfala rubia”. Pitigrilli)

Christos estaba en Barcelona, en plena inmersión lingüística, tratando de ampliar su conocimiento de lenguas cuando le robaron la cartera y el pasaporte, distraído y enfrascado en charlar con unos amigos que también intentaban ser al menos bilingües.

Lo habíamos instalado en un Apartotel lleno de iraníes exiliados.

Le habían robado la cartera, sin embargo ya hacía días que había encontrado en la escuela donde estudiaba castellano, a una alumna como él, Ingrid, una belleza suiza, pequeñita, delgada, con un cabello rubio muy corto, a lo “garçon”, y con aspecto de no haber hecho nunca daño a nadie, y que quería conocer, decía, Latinoamérica. Admiraba al “Che” nos contó un día. Quería viajar, decía. Hacer muchos amigos, decía. Me gusta la música me dijo. ¡Ah!, respondí yo. Y me sonrió satisfecha de sí. Y le sonreí. Se parecía mucho a Jean Seberg, aquella actriz americana con carita de ángel que acabó suicidándose.

Christos me llamó y fui a la comisaría para ayudarle, todavía no sabía bastante español y los policías era lo único que hablaban. Allí estaba él con esa nueva amiga suiza que en aquel mismo momento se estaba pintando las uñas de los pies y contando en un perfecto alemán de Zürich, a un policía con cara de estupefacción y que no entendía absolutamente nada, que Suiza era muy aburrida. Mientras tanto, yo y Christos intentábamos hacer la denuncia correspondiente del robo, para ir al día siguiente al consulado a por un nuevo pasaporte.

El trámite se agilizó con una cierta facilidad, y si he de ser sincero, Ingrid colaboró mucho con su improvisado discurso en su lengua vernácula, y con esa pulcra manicura de pies con la que nos obsequió a todos los que allí estábamos y con la que consiguió crear el “clima” adecuado para que todo se hiciera rápido y perfecto.

Iba bien vestida con una falda larga, no enseñaba las piernas ni se comportó de manera inadecuada, en todo momento tuvo un proceder correcto si exceptuamos tal vez, que una comisaría de policía no es el lugar donde uno deba hacerse una manicura de pies. Ni quizás tampoco hablar un idioma dando por sentado que todo el mundo te entiende. O peor, dando por sentado que no te importa que te entiendan.

Quien seguro la entendió fue su novio suizo al que llamó desde el teléfono de mi casa nada más llegar. Como era tarde yo les invité a cenar en esa casa mía que se halla en una hipotenusa -siempre he pensado que a Pitágoras le hubiese gustado- y que tiene el suelo de color salmón con manchas lechosas que hacen pensar que a alguien se le ha roto una botella de leche.

Mientras Christos y yo preparábamos la cena ella telefoneaba a su “boyfriend”. A Christos no le hizo mucha gracia que hablara tanto y con tanto cariño con ése novio. A mi tampoco, veía como los minutos pasaban y como la factura debía estar subiendo. Para relajarme me burlé un poco de Christos y le dije que a su novia griega tampoco le haría mucha gracia que a él no le hiciese gracia que Ingrid hablara con su novio, al que seguro tampoco le haría gracia que a Christos no se la hiciese. Estuvo de acuerdo conmigo.

En una de las estanterías de casa tengo una figura mejicana de barro. Parece un tucán, tiene el pico enorme y mira desafiante. Ingrid quería que se lo regalase. Por supuesto me negué.

Cuando ella y Christos se fueron estábamos los tres ya demasiado borrachos. Pero antes de cerrar la puerta ella se giró, me dio un beso en los labios mientras me decía: “the bird is mine, but is my present for you, thanks baby” y se fue tambaleándose y apoyándose en Christos. Parecía una escena bíblica. Un taxi les esperaba en la calle.

Yo me fui a dormir pensando en la factura telefónica.

Pero con el alcohol que llevaba encima me dormí enseguida. Me dormí y soñé con pájaros de picos inverosímiles de alas poderosas y con flores tropicales, hermosas y desvergonzadas.

Y soñé en color mientras olía una flor, que según se ve, se le había caído al suelo a Ingrid sin querer.

¿Sin querer?

Me gusta que el colibrí sea verde y amarillas las flores

o rojas o rosas o negras o también marrones

o quizás pardas y azules o de mil colores.

O blancas como palomas.

Me gustaría que los pétalos de las flores fueran las alas del colibrí.

Pero… ¿Quién sabe volar?, ¿el colibrí?

Él por supuesto sí.

¿Y las flores?

Las flores no.

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