miércoles, 21 de enero de 2009
El peletero/Besos para una armónica
1 Septiembre 2007
Yo no estaba en este poema,
sólo había un charco puro y brillante,
pequeño ojo de lagartija, el viento
y la música de una armónica
que no se había pegado a mis labios.
(Yo no estaba en este poema. Adam Zagajewski)
De París a Pushkar.
París puede ser muy caluroso en verano y también muy frío en invierno. La humedad del Sena te puede llegar a matar si te atreves a dormir debajo de uno de sus puentes.
La humedad entristece los huesos y, desafortunados, se quiebran sólo con respirar.
Entonces no te cabe más remedio que permanecer quieto y tranquilo mientras piensas que si respiras morirás.
Durante estos pocos segundos de vida que te restan puedes ver al río descender imparable, y si tienes suerte, mucha suerte, quizás puedas también ver o sentir a alguien a tu lado, ignorándote y ocupado en sus cosas.
Procura entonces recordar alguna canción, una melodía, cualquier cosa que te ayude a bien morir.
Algún beso que suene como las pequeñas armónicas de bolsillo puede servir, una armónica de esas plateadas, llenas de colores, que caben en la palma de la mano y que al mismo tiempo que ella la abraza y la toma, le hace de caja de resonancia para que el sonido sea más ventral.
Hay armónicas que son mejores que unos labios, y hay besos que te ayudan a cantar. Ambas cosas son buenas compañías para morir, que es una de las diferentes maneras que hay de cantar.
Y mientras cantas, el río continúa inmisericorde su deriva, deseando cruel, que Dios decrete de nuevo el Diluvio Universal.
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Siempre recordaré a Victoria en París, afirmando con su falso y característico estilo tranquilo y al mismo tiempo sorprendido que la forma más contundente de engañar es decir la verdad. El poder de la verdad, decía, no es el de la luz, ni tampoco el de la claridad, afirmaba sin mirarme, sino el del resplandor, el de la ceguera total. La mentira, en cambio, posee la fuerza de la sombra, la virtud del perfil, es el don de la diferencia. Siempre la recordaré robándole sin manía ninguna, y sin pedirle permiso, esa frase a su amigo peletero. Sabía que él no se quejaría.
Siempre recordaré también su deliciosa sonrisa, su cuerpo de gacela, su voz ronca y sus ojos de boxeadora noqueada, tan hinchados y cerrados que cuando te guiñaba uno, no lo cerraba, sino que abría el otro.
Victoria se quejaba de mis descripciones y caricaturas anatómicas, y me decía que a sus ojos lo único que les ocurría era que sufrían alergias y que en todo caso tenían rasgos asiáticos. Yo me reía de ella rasgándole, suave y dulcemente, todavía más los ojos con mis dedos. Me dejaba hacer y se reía conmigo.
Victoria tenía un amigo peletero que le regalaba vestidos chinos, qipaos de piel y de sedas de colores, bordados con hilos de oro o de plata, y según parece eso la hacía reír mucho más. Y cuanto más reía más se le hinchaban los ojos y más se parecía a Shirley MacLaine, o a una de esas mujeres asiáticas de edad indeterminada, que tienen esos ojos difíciles de interpretar. Tenía una apariencia muy extraña mirándome como un búho dormido a través de las rejas de la cárcel, susurrándome con su tentadora ronquera que los funambulistas siempre caminan en línea recta.
Quizás fueron esos extraños sofismas sobre la verdad y la mentira, los que suscitaron que a lo largo de toda su vida no terminara nada de lo que empezaba. O fue su barata poesía de mago de feria que nunca llegó a publicar, o también su curiosidad desordenada y su absoluta falta de constancia, las que la convirtieron en algo que casi era algo, pero que casi nunca era nada. Ni ella, ni sus amores ni sus propósitos eran algo sólido. Todo y todos éramos casi nada, incluso del peletero no conocíamos ni su nombre, excepto ella. Al menos nos aseguraba que sí, que el peletero tenía uno, tenía un nombre y que ella sabía cuál era.
Cosas como ésas son las que escribió sobre Victoria su amigo peletero al redactar su necrológica muchos años antes de su muerte, en una noche de fiesta, melancolía y angustia. Medio en broma y un poco bebida, Victoria le había pedido al peletero que la escribiera. Así como ponen espejos en las habitaciones de los burdeles, así quería verse muerta, balbuceaba entre hipos y risas. No deseaba morirse, ni tenía tampoco ningún ánimo suicida y, aunque lo pareciese, no era tampoco el deseo raro de ver su cadáver escrito en un papel. Sólo deseaba sentirse muerta, algo así como soñar despierta.
Aquellos días, semanas y meses en París fueron muy extraños, siempre lluviosos, grises, medio fríos, intempestivos, con muy poco dinero en los bolsillos, y ese poco que teníamos era para ella. El peletero trabajaba de lo suyo y de él vivía ella, y algo también de mí. Otros amigos también le daban regularmente dinero cuando podían.
Fue una necrológica premonitoria, pretenciosa y cómica, llena de mentiras y también muy corta, pues aunque la servilleta de papel en la que fue escrita no daba para más, su vida tampoco daba para mucho, nunca dio para mucho. Por aquel entonces Victoria era todavía joven y nada había hecho aun digno de ser mencionado. Luego, de mayor, tampoco hubiera habido mucho más que mencionar, la verdad es que no.
Sólo recuerdo que llegó a ser la madre de un niño, inteligente y guapo, pero ella no paraba de repetir que buscaba a su hija muerta. Naturalmente era mentira, ella no tenía ni llegó a tener jamás una hija, ni mucho menos muerta. Yo creo que hablaba por boca de otro. Pero no paraba de mencionarla. Incluso esa hija inexistente llegó a tener un nombre. Que no diré, ya no.
Pobre Victoria, no logró nunca a parir esa hija, de la que llegó hasta a imaginar parte de su vida. La ciudad, la escuela y el padre de la niña, que no era el mismo de su hijo. Una pura fábula.
Yo en cambio, lo que no pude encontrar nunca fue a mi hermana. Un día se me perdió al abandonarme. Mi hermana no era ninguna invención como la hija de Victoria. Mi hermana existió y existe en los registros y en los archivos del hospicio.
Estuve toda mi vida buscándola. Aun recuerdo las cartas que de mayor le escribí y que nunca le pude enviar. No tenía ninguna dirección donde enviarlas. Parecían mensajes dentro de una botella lanzados al mar. Aun podría volver a dictarlas todas, las tengo memorizadas como el rosario que los dos rezábamos en aquel hospicio también enrejado.
Por más que quiere no podré olvidar aquellas letanías tranquilizadoras y suaves que simulaban el ronroneo de un viejo motor y que a nosotros nos recordaban los latidos de un corazón que nunca habíamos escuchado.
Aterido de frío contemplaba absorto, mientras recitábamos, el cálido vaho que expelía aquella extraña máquina que eran nuestras voces, niños aun, y las de las monjas que nos acompañaban en aquel coro infantil. Monjas jóvenes y viejas, tan cálidas sus bocas y manos, como pálidos sus rostros calvos; hermosas todas ellas, de ojos deslumbrantes, casi siempre cerrados y vestidas de la cabeza a los pies de un negro inmaculado. Yo las miraba y me enamoraba, por santas y por humanas. Eran mujeres inexpugnables, llenas de sombras y rincones acogedores, absolutamente fascinantes, misteriosas y sorprendentes.
Por la noche, cansado y extrañado, me dormía abrazado a mi hermana con mi oreja pegada a su pequeño corazón de niña.
Algunos años después, aquella niña convertida ya en una mujer, huyó, abandonándome a mí, que nunca he conseguido llegar a ser ni siquiera casi un hombre.
También recordaré a los oxidados barrotes de la cárcel, o aquello que parecía una cárcel, y que me impedían ver a Victoria entera, siempre troceada, troquelada, como si un matarife loco y geómetra la hubiera descuartizado. No digas tonterías, me recriminaba Victoria, los geómetras o los cartógrafos no pueden estar locos ni ser matarifes, están tan cuerdos como cualquier cirujano, tan cuerdos como tú o como yo.
Recuerdo sus palabras, sin embargo he olvidado completamente quién de los dos era el que estaba preso allí dentro, ¿Victoria o yo? ¿Quién de los dos sabía tocar aquella pequeña armónica que tantas noches nos había acompañado? ¿Ella o yo?
Creo que ninguno de nosotros dos, debía de ser otro, un tercero, alguien más, no sé. Pero seguro que no eran esos que me venían a buscar cada día con su uniforme blanco y que daban por terminada la conversación con Victoria, no, esos no eran.
Tampoco recuerdo quién fue el que murió primero, tal vez fue ella y yo aun me estoy muriendo, o tal vez fui yo y mi muerte dura ya demasiado. Poco a poco me mutilan y yo no puedo evitarlo. Pedazo a pedazo, dedo a dedo, el pulgar primero y el índice luego. Y así, sin piedad ninguna, permiten que el tiempo se me desvanezca por entre los muñones, y con él esa terrible belleza de su umbral.
Cuando estamos vivos nos preguntamos llenos de curiosidad y angustia por qué el mundo que nos cobija se nos muestra indiferente, sin embargo fuera de él somos nosotros los indiferentes, los extraños y los mudos.
A Victoria no la he vuelto a ver más, no sé por qué dejé de verla detrás de aquellos barrotes.
Hace tiempo, todavía oía la voz del peletero hablándome de algo, pero nunca pude oír bien qué trataba de decirme, solamente me daba cuenta que ya no nos encontrábamos en París.
Así terminó todo.
Aquello ya no era París.
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El polvo era limpio y las casas narraban los viajes a la Meca, en algunas.
En otras, las mujeres, llenas de colores adornaban las entradas, sus puertas.
Con una mano se apoyaban en la pared y con la otra se arreglaban los pañuelos, floridos.
Y se dejaban mirar porque ellas también te miraban, atentas.
El cielo era despiadado, pero también estaba limpio, como el polvo.
Y en un rincón, apartado y sin molestar, el lago, pequeño y brillante.
Redondo y solitario.
¿Lago solitario?
Sí, rodeado de azafrán y canela, moteado de rojo oscuro y perfumado de vainilla, deslizante.
Quieto. Casi inmóvil.
Opaco si lo mirabas de lado.
Transparente si le mirabas a la cara.
Tal vez Pedro navegaba por él viendo caminar a Jesús. Pero no. No era necesario, allí no.
El polvo era amarillo y las mujeres eran oscuras y de ojos negros, que de tan bellas te mataban al sonreírte.
Sus caderas eran una señal y una invitación a un baile secreto.
Yo miraba una nube de polvo a lo lejos, ¿quién sería?
Encaramado a algo miraba y miraba y no dejaba de mirar, inquieto.
Alguien se acercaba.
Alguien venía.
Y mi hermano, a mi lado como siempre, tocaba la armónica.
Y ella sonreía.
¿Quién?
Ella.
Y nada más.
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