viernes, 19 de diciembre de 2008
El peletero/Con el pulgar y el índice
14 Julio 2007
Con el pulgar y el índice se debe asir la cuchilla para cortar. Mientras tanto, el dedo meñique ha de apoyarse en la piel, inmovilizándola con la suficiente fuerza para que no se desplace ni se mueva. La otra mano la sujeta y la tensa desde el otro extremo, levantándola ligeramente del tablero en el punto donde la cuchilla ya está cortando. Así evitamos aplastar el pelo y cortarlo. Pues ése es el fin, cortar solamente el cuero y ni uno solo de los pelos.
La luz por debajo de los ojos, iluminando únicamente las manos que son las que trabajan.
De pie.
Se permite escuchar música, y antiguamente también se permitía cantar. Incluso improvisar y cambiar la letra original de la canción para que luego fuese respondida con ingenio y picardía por algún otro de los compañeros del taller. De esa manera se establecía una conversación cantada, llena de perspicacia, sutil o no, pero plena de chispa y agudeza.
Las canciones de las zarzuelas eran muy solicitadas, tangos, rancheras, habaneras y los últimos éxitos de la radio.
Mi padre trabajaba en un palacio que hubiera hecho las delicias de Visconti. En aquellas salas enormes, de paredes y techos estucados y pintados con escenas primaverales y mitológicas, había un taller de peletería donde trabajaban más de cuarenta personas.
Los colores de las pinturas estaban llenos de humedad y suciedad. Y toda una parte del edificio estaba deshabitada y desocupada. Inmensos salones vacíos sin luz eléctrica y con las ventanas casi atrancadas y trabadas de no abrirse nunca. Mi hermano y yo jugábamos a ser príncipes con peluca y polvos en el rostro, o piratas con loro caribeño multicolor, sables y parches en el ojo para seducir a damas con miriñaques, polisones y aquellos extraordinarios escotes que les elevaban los pechos hasta casi la misma nuez. Nos reíamos contándonos cómo deberían parecer aquellas señoras desnudas y desprovistas de tanto velamen y arboladura en su cuerpo. Viejas goletas a punto de hundirse a la más mínima ventolera.
En el centro había un patio que también era un jardín.
Que nadie cuidaba.
Y que no tenía nada de secreto.
Era mucho mejor que eso, estaba verdaderamente abandonado.
Escondido en él, oías a las máquinas de coser pieles acompañar con su taladro las “capellas” que cantaban desde el taller.
Había lagartos, ratas, arañas y pájaros.
Y era la fuente de luz natural de todo el palacio.
Y su pozo de ventilación.
Y un día entró desde él, tal vez arrastrado por una ráfaga, y sin casi apenas saber volar, un jilguero muy joven que mi padre atrapó lanzándole una piel, que le cayó encima como una red.
El dueño de aquel jilguero, del taller y de la tienda que había en los bajos, era un judío rumano que huyendo de los nazis, había conseguido refugiarse en España y hacer una fortuna.
Mucho tiempo después se mató de un disparo en la sien. Le gustaba jugar al póquer y apostar fuerte y un día lo perdió todo.
En estos casos el pulgar es importante para asir bien la culata y el índice para apretar el gatillo. Si quieres ser teatral puedes estirar el meñique. Queda ridículo a la hora de tomar el te. Pero yo jamás osaría criticar tal amaneramiento en la soledad que te envuelve cuando vas a dispararte un buen pedazo de plomo en pleno cerebro.
En momentos tan delicados como ésos, tienes derecho a cualquier cosa.
Pero es triste saber que, con los dos mismos dedos con los que apenas sostienes el lápiz, apresas el dinero, admiras el diamante y la perla que deseas, o tomas la píldora que te cura, sean también los dos que te matan, si tú quieres.
En cambio, si ella quiere, podrá enseñarte y tú aprender, qué más cosas delicadas pueden hacer un pulgar y un índice bien sincronizados. También tiene que ver con la muerte, porque todo lo importante tiene que ver con ella.
Aunque en este último caso sea, como dicen los franceses, la pequeña muerte.
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