martes, 14 de octubre de 2008
El peletero/Peor que el sexo
3 Marzo 2007
Me llaman “El Gordo” y jamás me he enamorado ni de un hombre ni de una mujer. Esa es la respuesta oficial que doy cuando algún irresponsable se atreve a preguntarme tal impertinencia. Aunque sólo yo conozco la verdad.
Sí, en cambio, he visto a muchos enamorarse y a muchos más desenamorarse. Las dos cosas son una tragedia y, aunque perfectamente eludibles, ambas parecen tan inevitables como la envidia que los dioses tienen hacia nuestras debilidades y flaquezas.
Contemplar el ascenso y la caída de la piedra que Sísifo empuja ladera arriba, con todo su esfuerzo para que al final caiga irremisiblemente por el otro lado de la montaña, una y otra vez, es tan desolador como indigno. Eso es el amor, como la misma vida, algo tan fatal como imposible.
Cuando tenía catorce años se apoderó de mi cuerpo una mujer de cincuenta. Era hermosa, opulenta, generosa y cálida. Experta, y también insaciable. Fue muy difícil deshacerse de ella, todavía no lo he conseguido, su olor aun ronda por mi cabeza. Hay noches que me asalta y me produce un insomnio doloroso, una duermevela atormentada. Sueño con ella y las cosas que hacía mientras yo la miraba sentado en una esquina de la cama sin tocarla ni tocarme.
Mis putas preferidas no han conseguido extirparme ese olor persistente, y eso que les pago generosamente bien, tal vez porque se parecen demasiado a ella o tal vez porque soy yo el que se parece todavía a aquel niño de catorce años.
Un gremio que frecuento con mucha asiduidad es el de los peritos. En él tengo muy buenos colaboradores que no dudan en seguir mis indicaciones subiendo o bajando tasaciones según las necesidades de mi cliente. A veces se meten conmigo y con mi aspecto obeso y lastimoso, pero yo les perdono, no me lo tomo a mal, soy el primero en reírles sus bromas. Es uno de los mecanismos que tienen para liberar la tensión que les produce trabajar conmigo, saben que no pueden decirme que no. Yo les dejo hacer, mi ego es inane a los elogios y a las burlas, es débil con la codicia, pero es insensible con la vanidad, esa es mi fuerza. Con mi ego y mi dinero soy capaz de conseguir incluso que alguien se ría de la piedra que le acaba de romper la cabeza.
Pero trabajar con ellos significa hacerlo en asuntos que ya están en manos de los jueces. Y a mi eso no me gusta. Como ya sabemos la maquinaria judicial es engorrosa, impredecible y lenta, además de cara. Yo soluciono los asuntos con sencillez, según el plan previsto, rápidamente, y aunque soy más caro que la justicia vale la pena correr el riesgo de contratarme.
Siempre es interesante conocer el veredicto con antelación.
Aquella mujer necesitaba una buena peritación de sus joyas frente al embargo bancario que le había caído encima. Cuanto más alto fuese el valor de sus piedras embargadas más cubierta quedaría la deuda, una suma a la que había que añadir unos legales y usureros intereses. Debíamos hinchar bastante aquellos números.
Las joyitas no valían gran cosa, ella sí. Era una mujer espléndida, físicamente poderosa, de mirada rápida y codiciosa, nada más verla me recordó aquella otra que conocí en mi adolescencia, esa de la que ya os he hablado más arriba. Olía como ella, no sé si mal o peor, pero igual. Y también reía de la misma manera. Me recordó a esa mujer de mi adolescencia cuando se me abrió de piernas por primera vez , me abalancé sobre ella como si me estuviera muriendo de sed. Se rió, al principio sí, se rió, luego ya no. Se rió de mi ansia y a mi me asustaron sus gritos, luego comprendí que no eran gritos, el placer puede ser más inhumano y más insoportable que el dolor. Y ella demostraba que no podía soportar ninguna de las tres cosas. ¿Cuál era la tercera?, la ausencia de las otras dos.
Nos pusimos en marcha enseguida, los números quedaron pronto listos y a punto. Por si acaso, dejamos caer también una piedra de diez toneladas encima del automóvil, vacío, del abogado del banco. Fue divertido verle mirar al cielo con la boca abierta. Entendió el mensaje claramente.
Hasta aquí fue un trabajo rutinario, sólo que esta vez apareció algo imprevisto pero previsible. El amor y la codicia muchas veces andan de la mano. Mi clienta quiso seducirme, no quería pagar en dinero. Yo primero la dejé hacer, fue divertido verla rastrear mi bragueta sin lograr encontrar nada, estaba demasiado gordo y no supo dónde buscar, tocaba carne, pero no la carne adecuada. Me reí de su inhábil mano para obesos, pero me reí poco, yo no río nunca demasiado. Le arranqué el vestido y su ropa interior. Se asustó, le estaba dando miedo. Yo vestido, enorme, y ella desnuda con sus grandes pechos caídos balanceándose, era una escena estéticamente desproporcionada, mi gordura siempre causa este efecto. Me acerqué, la agarré del cuello y le puse la mano en su sexo, estaba más seco que mi alma, lo olí durante unos minutos y luego la dejé. Se vistió deprisa y más deprisa me pagó, esta vez con billetes de verdad.
Y casi huyendo se fue con aquel vestido roto y sin ropa interior que quedó tirada por el suelo. Yo me subí la cremallera de la bragueta y me fui al baño a lavarme aquella mano apestosa. Su siguiente víctima fue el perito que había alterado la tasación de sus baratas joyas. Cayó como hubiera caído un niño de catorce años. Al cabo de seis meses mi clienta desapareció con todo el dinero que había en la cuenta corriente de él.
De momento.
Su físico no era adecuado para borrar huellas. Pronto la encontramos colgada del brazo de un abogado Era un tipo de esos, muy delgado, con bigote teñido y que tienen que afeitarse varias veces al día y que en lugar de sudar, estornudan.
Parecía un abogado legal. Escribía con una letra muy pequeña y minúscula, donde sobresalían más las tildes que las palabras. Tenía algo de dinero y parecía eficiente en los asuntos testamentarios, donde había que dirimir disputas familiares terribles por cuatro bienes mal ahorrados por el difunto de turno. Era tímido y ahora estaba asustado con aquella mujer que le sabía morder como nadie.
Mi perito quería recuperar su dinero y vengarse de ella. Hacía bien su trabajo, me interesaba ayudarle, sería fácil. Nadie mejor que este abogado tímido. Pagaría lo que fuese por no perder esta garganta sin fondo en forma de mujer.
Fuimos a verlo y le dijimos: “tómeselo como una pelea entre hermanos donde usted hace el papel de Salomón; divida la herencia a partes iguales y asunto terminado. Dénos la mitad de su propio patrimonio y nosotros a cambio le dejaremos disfrutar de esa centrifugadora que tiene por esposa y que no usa ni pilas, ni se enchufa a la corriente”.
Así lo hizo, naturalmente ella, al enterarse de su repentina pobreza, lo abandonó. Muchacho, le dije a mi perito, ya hemos recuperado el dinero y con una buena comisión por daños y perjuicios, ella es asunto tuyo.
No sé que sucedió, ni qué hizo, ni qué no hizo el perito, pero algo debió de hacer y encima hacer mal, rematadamente mal pues esa mueca de disgusto que se le quedó en la cara fue para siempre. Era un gesto raro, como si le hubieran partido la cara en dos, dejó de tener un rostro simétrico. Desde aquel momento siempre le costó cerrar la boca, la mandíbula inferior le pesaba demasiado y la comisura de sus labios se le llenaba de una saliva blanquecina y reseca. Nunca me contó nada y yo tampoco se lo pregunté. Pero seguro que estaba arrepentido. Tendría que haberse conformado con el dinero y haberse olvidado de ella. Es contraproducente tener catorce años a los cincuenta.
No supe más de ella, pero bastante tiempo después me pareció entreverla en unas fotografías muy raras que me enseñó la policía. Estaba desnuda, más gorda, y a su lado había un tipo también desnudo, tan obeso como yo, pero que no era yo, haciendo con ella algo que se parecía al sexo pero que tampoco era sexo. No sé que era, pero parecía peor que el sexo si es que hay algo peor que eso. Da placer, ¿placer?, sí, pero nada más.
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