miércoles, 29 de octubre de 2008
El peletero/La moraleja
28 Marzo 2007
Su aspecto era imponente. Alto, fuerte, cincuenta años, bien vestido, todo el cabello en su cabeza, blanco por supuesto, y una generosa barba de patriarca con unos enormes bigotes que apuntaban ligeramente hacia arriba. Hablaba como un juez aunque solamente era un abogado, eso sí, un abogado importante.
He afirmado que su aspecto era imponente y era verdad únicamente cuando iba vestido, con sus camisas blancas, sus corbatas elegantes y esos trajes de corte clásico y perfecto. Los zapatos siempre eran negros, bien lustrados, brillantes y recién comprados, italianos y muy caros. Toda la ropa, decía él, se la compraba su esposa, yo no me preocupo de eso, ella se encarga de todo, afirmaba tranquilo con su voz segura y varonil.
Sin embargo yo lo conocí en un gimnasio y hay que reconocer que desnudo no valía gran cosa. Barrigudo, piernas delgadas, estrecho de pecho y ligeramente patoso en sus movimientos. Llevaba una cinta en el pelo que aunque era necesaria porque sudaba mucho, le daba un aspecto ridículo y desproporcionado. Su barba era bonita, pero si te acercabas apreciabas que alrededor de la boca y mucho más claramente en el bigote, amarilleaba por culpa del tabaco. El amarillo siempre es un color difícil, solo resulta bien en los limones y en las banderas. Las dos cosas, como ya sabemos, son ácidas.
Su especialidad era la mercantil, aunque en su bufete ofrecían toda clase de servicios, laborales, matrimoniales y también penales. Le gustaba su trabajo y era el accionista mayoritario entre todos los demás socios. El abogado es el depositario, decía, de los secretos y de muchas verdades íntimas de sus clientes y presumía de conocer tantas, que afirmaba con rotundidad poseer un conocimiento muy exacto de la naturaleza humana. Se jactaba de ello. Yo en aquella época era joven y no desperdicié la ocasión que me brindaba. Él tenía ganas de contar lo que sabía y de contárselo a alguien. Naturalmente con sus hijos y su familia no hablaba de esas cosas. Yo simplemente escuché con atención.
A pesar de mi juventud ya había podido comprobar en la escuela religiosa donde estudié, que incluso para los sacerdotes, la religión sólo era un pretexto para hablar de sí mismos. Dios les importaba poco, los importantes eran ellos. A él le ocurría igual, por eso empezó contándome que era un adúltero compulsivo, me lo decía riendo y satisfecho. Según parece aquello era una proeza. Yo he de confesar que me dio envidia. El relato tan extenso de conquistas y seducciones amorosas era muy tentador. Allí había todo un repertorio de mujeres y de situaciones variadas. Yo apenas empezaba mi vida sexual, pobre, ridícula y exigua y todo aquel catálogo tan amplio, he reconocer, me trastornó. Nunca hubiese podido imaginar que hubiera tantas esposas engañando a sus maridos y esas eran solamente las audaces que decidían hacerlo, luego había todas las demás que no se atrevían. Naturalmente lo mismo debería decirse de los hombres.
¿Eran verdad todas las aventuras que me contaba?, no lo sé, no lo pude saber. Lo que si vi es que muchas noches venía al gimnasio, se duchaba y se volvía a vestir para irse otra vez. El gimnasio era una coartada perfecta y la ducha borraba cualquier rastro de olores ajenos.
¿Su esposa sospechó alguna vez?, naturalmente. Ellos dos se conocían de muy jóvenes y siempre estuvo a su lado, era una de estas relaciones de “toda la vida”. Se casaron pronto y a pesar de todos sus engaños él jamás se le pasó por la cabeza pedir el divorcio. Era muy arriesgado, rozaba el límite de la prudencia en muchas ocasiones, pero siempre salía airoso. En último caso, si la situación era muy apurada, si el engaño era muy innegable, utilizaba su recurso de emergencia. Negarlo todo con vehemencia. Absolutamente todo, incluso la evidencia más absoluta.
Después de tantas historias contadas y de todas esas “confesiones” entre las máquinas, las mancuernas y las duchas del gimnasio, la enseñanza final fue ésa. Miente hasta el final. Aunque te pillen desnudo con tu amante en la cama de tu casa en pleno coito, niégalo todo, siempre, no cedas jamás. Piensa que la verdad sólo le sirve al otro, a ti, la verdad, no te vale para nada. No la concedas nunca, si lo haces estarás perdido.
Eso era lo que manifestaba orgulloso. Esa sentencia valía para el matrimonio y naturalmente también para todo lo demás. Toda una vida para llegar a esa conclusión. Yo no sabía qué pensar, y mucho menos cuando conocí a su esposa una noche que fue a esperarlo a la salida del gimnasio. Era guapa y elegante. Al saber que en casa éramos peleteros me dijo que tenía una falda de cuero para estrechar, que se había adelgazado y que ahora le venía ancha. Le dije que me la trajera y que se la estrecharíamos. Así lo hizo.
Antes me llamó y me preguntó los horarios. Los sábados por la tarde no trabajábamos y ése era precisamente el único día que a ella le iba bien venir. Le respondí que no había ningún problema, que la esperaría. Efectivamente, vino un sábado por la tarde, en el taller no había nadie más que nosotros dos. Se puso la falda en el probador y sí, le venía muy ancha, mucho, se la aguantaba ella misma con las dos manos. Cuando me acerqué arrodillándome para medir con la cinta métrica lo que sobraba y había que quitar, la soltó y la falda cayó al suelo. No llevaba ropa interior.
Nuestra relación furtiva duró algunos años. Incluso él ya había dejado el gimnasio cuando aun seguíamos viéndonos.
Evidentemente, la moraleja de la historia no es ésa. Sé que no es ésa aunque no sé cual es. En aquel tiempo yo era un pobre diablo, inexperto y joven. Ahora continuo siendo un pobre diablo, inexperto y viejo. Todavía recuerdo otra de las lapidarias sentencias que ese abogado de barba amarillenta me soltaba como si fuera el presidente del Tribunal Supremo. No te creas jamás nada de lo que oigas, nada en absoluto y solamente la mitad de lo que veas. Y continuaba inconmovible, en mi trabajo y en mi vida siempre lo he tenido en cuenta y nunca me ha fallado. ¿Tampoco he de creerme lo que tú me dices?, le preguntaba yo. Naturalmente, eso es lo primero que no debes creer, me respondía riendo. Entonces me proponía invitarme a una cita que tenía con dos señoritas la próxima semana, yo le decía que sí, que de acuerdo, pero nunca se llegaba a producir. Por alguna razón u otra, la cita se desbarataba.
Muchas veces pensé que todo era mentira, que le gustaba contar esas cosas a un muchacho joven, que le divertía hacerlo, que se burlaba de mí. No lo sé, lo que sí sé es que hice caso de sus consejos. Nunca me he creído lo que me han contado y siempre he procurado que mi verdad a nadie beneficiara, para eso, mejor que callar es mentir y la verdad, me ha sido muy útil.
Que fueran verdad o mentira sus adulterios no tiene la más mínima importancia. Lo que sí era importante es que él los contara y yo los escuchara. Ambos necesitábamos hacerlo. Todo necesita un relato, a través de él entendemos mejor el mundo, por eso cuando miento no me doy cuenta. Yo mismo acabo convencido que mis mentiras son verdad.
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