viernes, 10 de octubre de 2008

El peletero/La habitación 601 (3)



28 Febrero 2007

Andy Warhol tenía la enorme virtud de decir obviedades que nadie había percibido hasta que él las formulaba con esta sinceridad tan norteamericana revestida de elegancia británica que muchos interpretaban como puro cinismo.

Warhol decía que la belleza no tiene nada que ver con el sexo. La belleza tiene que ver con la belleza y el sexo tiene que ver con el sexo. Indudablemente tiene razón y el lo sabía porque era corto de vista. Cuando uno tiene problemas de visión sabe perfectamente que la belleza es directamente proporcional al sexo al ser inversamente proporcional a la distancia. La belleza sólo es importante a media distancia, no sirve para nada cuando la tenemos lejos, ni tampoco cuando la tenemos cerca y si somos miopes, mucho menos. Al sexo le ocurre todo lo contrario, es bueno y muy excitante si está lejos, tan lejos que no podemos practicarlo y es bueno también si está cerca, tan cerca que no tenemos más remedio que “hacerlo”. Pero hay una manera de conjugar y de unir ambos extremos, cerrando el círculo y haciendo que devenga virtuoso: subir a un avión y viajar más de doce horas para conseguir que lo que está lejos esté cerca. Tan fácil como eso. Cuando el vicio deviene virtud, el sexo acaba convirtiéndose en belleza y ambos en amor. No hay duda de ello, todo el mundo lo sabe y los profetas ya se encargaron de predecirlo cuando el mundo aun no había padecido ni siquiera el primer diluvio.

Según Warhol, la belleza y el sexo aunque diferentes comparten el tiempo, o más exactamente, la puntualidad. A más bellos más impuntuales y a más torpes en el sexo también. Se pasan o se quedan. El sexo es como la cocina, lo importante es el tiempo de cocción, eso que los italianos llaman “il dente”. Las mujeres saben perfectamente de lo que hablo aunque la inmensa mayoría de ellas no consideran jamás que eso sea algo que tenga que ver con su responsabilidad.

No es el caso que nos ocupa.

Él le había mandado la hoja de ruta, con los números de vuelo, los horarios, las llegadas y las salidas. Ella esperaba que él, efectivamente llegase, quería verlo bajar de aquellas escaleras, identificarlo con sólo la memoria retenida de unas fotografías. A su lado había un hombre mayor que también esperaba a alguien, su hijo. Al verla sola la interrogó curioso y ella le contó la mentira más obvia, estoy esperando a mi esposo, le dijo. No sé que pasó por la mente de aquel anciano, si la creyó o supo ver la verdadera mentira en sus ojos nerviosos.

El viajero que acababa de llegar también esperaba que ella estuviese tras aquellos cristales, no quería encontrarse tirado en un aeropuerto, decepcionado y con sólo las señas de un hotel en una ciudad desconocida. Tardó sólo dos segundos en verla y apenas uno en abrazarla a pesar de la oposición de aquella policía que trató de pararlo. Era mucho más guapa que en las fotografías. Una vez recogida la maleta ella llamó al auto que los esperaba para llevarlos al hotel. Allí, de pie, esperando, se miraron cara a cara, parecía que se hubieran conocido en otra vida. No estaban empezando nada nuevo, sólo lo continuaban. No pudieron esperar y ya se tocaron y se besaron. Cuando subieron al auto se olvidaron del mundo, gracias también a la comprensión del chofer que cumplió con su trabajo sin inmutarse, ni pedir explicaciones de ninguna clase por lo que estaban haciendo sus dos pasajeros.

Recuperaron el dominio de la situación al tener que registrarse en el hotel, pero una vez se instalaron en la habitación continuaron con lo importante, no sin antes haberle entregado ella a él un libro, bellamente encuadernado, de más de doscientas páginas con todos los correos escritos entre ambos en apenas dos meses.

En ellos había el poema de Aussias March “Veles e Vents” en el que el poeta, el viajero y el aventurero, afirma valiente que sólo teme a la muerte, porque ella es la única que puede con su poder separarlo de su amada, pues muerte y amor se anulan mutuamente.

Assias March estaba evidentemente enamorado para llegar a decir cosas tan bellas y tan tontas como esas. La muerte evidentemente lo anula todo, no sólo el amor, el odio también, el sol y la lluvia, las risas y las lágrimas. Todo eso son obviedades que dichas en boca de un enamorado no lo parecen, igual que tampoco lo parecerían si lo dijera nuestro filósofo de cabecera, Andy Warhol. Con ese encanto tan particular que tenía, esos granos de adolescente, ese flequillo británico de color platino, esa delgadez suya y esos ojos siempre abiertos y siempre sorprendidos por esa extraña y complicada simplicidad que la naturaleza de las cosas muestra a todos aquellos que se atreven a mirarlas con benevolencia y buena voluntad. La vida es rara y tan inevitable como la casualidad y la poesía.

Pero ellos ya no podían pensar en todas esas “filosofías”, ya no. La belleza lo inundaba todo, ahogando cualquier impureza, cualquier desorden. Todo estaba en su lugar y cada cosa en su sitio. El viento ya no soplaba, refugiado tras unas de las montañas más altas de la tierra, aquellas en las que el cóndor vuela majestuoso, esperando allí, respetuoso y cortés, el permiso que habían de darle aquellos dos amantes, para volver a barrer el mundo con su poder catastrófico.

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