lunes, 6 de octubre de 2008
El peletero/La habitación 601 (1)
24 Febrero 2007
Tenía colgada de las paredes de su cerebro aquella fotografía que no se atrevió a pedirle, y que jamás le pediría porque no hacía la más mínima falta.
Los ingleses acostumbran a decir mucho hablando poco. En lo fundamental, ésa es la característica principal de su humor que va más allá de la mera ironía. Cualquier sabio que se precie procura seguir esa norma al pie de la letra. En lugar de escribir libros voluminosos que al final nadie lee, y que ni el mismo autor es capaz de recordar qué escribió en ellos, prefieren decir lo justo y callar mucho. Otra regla fundamental para una lumbrera de renombre es decir obviedades. Esa es una manera elegante y práctica de crear una duda razonable sobre quién es más tonto, si el que habla o el que escucha.
Lord Chesterfield, le escribió unas cartas a su hijo, en el lejano siglo XVIII, procurando aleccionarle y alertarle sobre las cosas y los peligros de la vida. Es mundialmente conocida su descripción sobre el coito, memorable en su concisión mordaz. En tres cortas frases consigue definir eso que los humanos nos gusta tanto realizar acompañados. Lord Chesterfield dice del acto sexual que: “el placer es momentáneo, el coste exorbitante y la posición ridícula”. Sin duda no dice toda la verdad, pero lo que dice es cierto, aunque lo cierto de lo que dice no cambia nada y casi nada significa pues hombres y mujeres continúan haciendo aquello que más les gusta hacer, que es hacer el ridículo mientras nadie los mira.
El Kamasutra, como todo buen manual de gimnasia sexual, no nos indica de ninguna manera cómo hay que hacer el amor sin tocarse ni un centímetro de piel, sentados ambos en cada los lados opuestos de una mesa como hace el abogado con su cliente, o mejor, como hace el médico con su paciente antes de auscultarle y recetarle el más adecuado de los remedios para tan característicos y delicados males. Esa variante del acto sexual, puede parecer una aberración o una extravagancia para mentes del primer mundo, tan ligadas a la tradición también milenaria de sus países, pero nosotros podemos afirmar con conocimiento de causa que en los países latinoamericanos es una práctica apreciada y realizada con el refinamiento adecuado, y que nosotros naturalmente recomendamos con mucho fervor y entusiasmo.
Tampoco existe ningún tratado de baile que nos diga cómo hay que bailar un bolero en posición horizontal, con ambos bailarines abrazados y acostados en la cama, si bien este último requisito de la cama no es obligatorio pues se puede practicar perfectamente en el suelo. Éste, es para nosotros un déficit intolerable en nuestra civilización, que no es capaz de imaginar que el vuelo de las aves es precisamente eso, un bolero en posición horizontal. Para nosotros que ya hemos escrito alabanzas a la abstinencia sexual, a la inmovilidad extática, al silencio santo, al sexo sin caricias, no podemos más que maravillarnos ante la danza quieta. Nadie sospecha su intensidad, la altura de su cima, la dulzura de su melodía y el frenesí de su ritmo. Sólo los grandes amantes, los más dulces bailarines y, curiosamente también los nadadores de fondo, los de largas distancias, saben el secreto del loro, así lo llaman los expertos, “el secreto del loro”, no sé por qué.
Asimismo, por más que busquemos tampoco encontraremos ningún consultor matrimonial ni sexual que nos señale la forma de hacer el amor por correspondencia. Esas ya son prácticas que únicamente los grandes expertos pueden realizar y llevar a término con éxito. No hablamos de sexo por teléfono, webcams o cosas parecidas, no, hablamos de la correspondencia clásica, de la siempre practicada y vieja relación epistolar. Aunque puestos a ser tolerantes aceptaremos el correo electrónico actual, pero nada más. Pues bien, no hallaremos ningún escritor, ni profesor de escritores que sepa decírnoslo, pues ni siquiera ellos saben hacer tal cosa, excepto escribir narraciones eróticas, ésas que los que quieren hacerse el gracioso dicen que se leen con una sola mano.
Stendhal, el más romántico de todos los que han escrito sobre un papel y que dedicó toda su vida a tratar de averiguar qué diablos es eso del amor -y que incluso escribió un libro dedicado a él, titulado con muy poca originalidad “Del Amor”- no tenía ni la más mínima idea de lo que hablaba, al ser, desgraciadamente, un hombre que se pasó toda su vida enamorado del Amor y no de una mujer de carne y hueso. Aunque tal vez fue porque pensaba, precisamente, que las mujeres podían tener carne, pero no huesos. Naturalmente ese es un error grave, imperdonable, sabiendo como todo el mundo sabe que a las más hermosas y valientes de entre las mujeres, tarde o temprano se les rompe una rodilla.
El pobre Stendhal, después de escribir páginas memorables de la Literatura Universal, sólo llego a pergeñar algo verdadero al afirmar que “un buen razonamiento ofende”. Tal vez si hubiera hecho una elipsis desde esta afirmación como punto de partida, habría conseguido entender algo de lo que hay en el fondo del pozo romántico al que muy pocos se atreven a descender (pues de descenso se trata y no de ascenso), para cambiar su alma por la de otro ser como ellos. Y que como es fácil suponer esa es una de las múltiples, variadas, y no precisamente la más divertida forma de morir, y la única manera, eso sí, de resucitar.
Todas estas cábalas le rondaban por la cabeza en el avión que le traía de vuelta a casa después de haber ido hasta las antípodas y regresar a su casa habiendo atravesado valles, escalado montañas, penetrado en cuevas, hollado selvas y bosques, nadado en ríos, mares y océanos. Todo ello en una semana escasa, mientras, y al mismo tiempo, había logrado también abrir un consultorio médico donde había conseguido desarrollar y poner en práctica nuevas terapias y remedios para patologías frecuentes pero contumaces. Además, y aunque parezca mentira, había logrado inventar también una nueva mascarilla facial rejuvenecedora, de éxito probado y suficientemente testado y asimismo una magnifica cera para muebles, de madera tropical si es posible.
De vuelta a ese hogar lejano, y mientras el avión le zarandeaba como una coctelera, iba recordando la Harley Davidson que había dejado de regalo a unos indígenas a cambio de un triple anillo aborigen. Le habían afirmado que ese anillo tenía un gran poder y que funcionaba al revés del anillo protagonista de las novelas de Tolkien. Éste, el que él llevaba en el dedo meñique de su mano derecha, te volvía invisible si te lo quitabas, no si te lo ponías. Naturalmente él no trató jamás de hacer tal prueba por una razón bien simple, si fuera cierto no sería capaz de ver los dedos de sus manos y no podría volver a insertar el anillo en ellos y se quedaría el resto de su vida invisible. Mucho peor que ser ciego y no ver, es que no te vean.
Y así, con tranquilidad, a ratos con sueño y a ratos despierto y siempre añorado de su semana inventora y aventurera, iba pensando en todas esas tonterías y repasando con interés las anotaciones y las muchas fotografías que había tomado. Él ya sabía que faltaba una, aquella que no se había atrevido a pedirle y que jamás le pediría, pero que ya colgaba irremisiblemente de las paredes interiores de su cráneo y de aquella habitación de hotel número 601, para el resto de su vida.
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