lunes, 15 de septiembre de 2008
El peletero/El sofá
5 Enero 2007
Para Claudia.
Tenía colgada de las paredes de mi cerebro aquella fotografía. Con dos meses escasos de vida, allí estaba yo, colgada de los pelos de su pecho como una monita. Él apenas me sostenía con sus brazos, dejando que fuesen sólo sus pelos y mis fuertes manos las que aguantaran mi peso. Años después, cuando le pregunté si le había hecho daño, me dijo que sí, claro que me hacías daño, pero tú parecías encontrarte muy a gusto, me respondió. Por supuesto me regaló la fotografía en un bello marco, pero jamás la he colgado de ningún muro que no sea el de mi memoria. Guardada está en un cajón, entre papeles y cosas sin aparente importancia. De vez en cuando, la saco de esa especie de escondite y me la miro. La observo con tanta atención que casi me llego a creer que recuerdo la escena.
Sólo era un amigo de mi padre, un buen amigo claro, mi padre no hubiera dejado que alguien cualquiera me sostuviera en el aire con la única ayuda de su pecho velludo como asidero para mi pequeño cuerpo. Los dos habían estudiado juntos y se habían permanecido fieles y próximos a pesar de sus vidas tan distintas. Como es natural, frecuentaba muy a menudo nuestra casa, y se le ocurrió el acierto de hacerme una fotografía cada año en el mismo sofá y el mismo día. Cuando cumplí los dieciocho me regaló la colección completa. Dieciocho fotografías, una por año, toda mi vida en un mismo sofá, sentada como una niña buena o recostada como una odalisca. Aquella que yo era había ido creciendo y él había procurado retratar el paso del tiempo a través mío. Esa fue una costumbre que ha terminado convirtiéndose en un ritual y que por supuesto todavía no hemos perdido, para mi es también la excusa adecuada para visitarlo al menos una vez al año y fotografiarme en el mismo sofá que acabó llevándose a su casa y que todavía conserva en el trastero. Siempre se despide de mí con la misma frase, “continuas teniendo unos pechos preciosos”, me lo dice con una sonrisa pícara, jugando a ser un viejo verde que no es. A mi me gusta que me lo diga porque además es verdad, modestia a parte, es verdad que son preciosos y es verdad también que él así lo cree. Al menos de esa manera le compenso de todos aquellos pipís frustrados que le provocaba con la curiosidad de mis cinco o seis años y mi “descubrimiento” de entonces: que los niños tienen “colita” y las niñas no. En cualquier ocasión que veía a uno orinar, fuera mi padre o cualquier otro, ahí iba yo, como una bala, sin complejos y sin esconderme, descarada, me ponía a su lado y ¡hala!, a mirar, pero claro, a casi todos se les cortaba el pipí. ¡Niña!, ¿qué haces?, mira a tu hija, le decía a mi madre, pero ella, como era muy moderna, me dejaba hacer. Quizás gracias a ello soy tan desinhibida en cuestión de colitas.
Hace poco que le he visto, fue la semana pasada, era el día de la fotografía. Ya está muy mayor y yo tampoco tengo ni mucho menos dieciocho años. Vive sólo, no quería cocinar y me invitó a comer en un restaurante cerca de su casa, un lugar sencillo y poco elegante. Se nota que no soy tu novia le dije riéndome, Niña, me respondió, haberme invitado tú, se nota que yo tampoco soy tu novio, anda, aquí estaremos cómodos, no te quejes. Cada vez que nos veíamos me iba contando trozos de su vida y de la vida de otros, mi vida no da para mucho me decía. Pero esta vez quien le contó un pedazo de vida fui yo.
Debía de tomar una decisión importante y pensé que él podría ayudarme. Debía decidir si abandonaba mi país y mi vida ya establecida por un hombre que amaba y que vivía muy lejos de aquí. Debía abandonar todo eso y casi empezar de nuevo. Jamás hubiera pensado que una cosa así pudiera sucederme a mí, con la cantidad de hombres guapos e interesantes que tenemos en casa y voy y me enamoro como una tonta de uno que vive en las antípodas. Yo sabía que a él le había ocurrido exactamente lo mismo hace bastantes años y ni su enamorada se quedó, ni él tampoco se marchó, recuerdo también su pena, pero yo entonces tenía apenas quince años, no podía ayudarle, ni darme exactamente cuenta de la situación. Ahora necesitaba su consejo. Mi “tío bigotes” -así le llamaba de pequeñita por su espléndido mostacho- tenía que ayudarme, su experiencia debía servirme también a mí.
He de reconocer que no me ayudó demasiado, al revés, incluso puso más dudas en mi corazón. Y lo hizo contándome cosas deshilachadas, pequeñas historias, cuentos, anécdotas y recuerdos, suyos, ciertos y también inventados, pero todos verdaderos.
Ni él, ni ella cambiaron sus vidas, se encontraron, eso sí, varias veces. Ella vino, él fue, aquí, allí, allá y a medio camino de los dos. Él me lo contó con todo el humor del que era capaz para ahuyentar el dolor. Me contó con pelos y señales la primera vez que se fueron a la cama. Un desastre, me confesó, siempre me pasa igual, decía, la primera vez tengo un gatillazo, me pongo nervioso y no se me levanta nada y se me hunde el alma, suerte que ella fue muy comprensiva, atenta y simpática. Para aliviar mi desencanto, me decía, se le ocurrió contarme chistes y al menos nos reímos. Luego nos quedamos dormidos como dos hermanitos, abrazados y pegados el uno al otro.
En estos encuentros nuestros nunca podían faltar las historias de la guerra de su padre, y este día me contó cómo toda una compañía de cien muchachos, aprovechando un descanso, entre bombardeo y bombardeo, habían dejado las armas en el suelo y se habían bajado los pantalones para despiojarse los genitales. Debió de ser una escena espléndida, para fotografiarla, la contaba cómo si él la hubiera vivido, como si la memoria también se heredase. Hay recuerdos que deben ser así, tesoros que pasan de padres a hijos y que jamás deben olvidarse. También me habló de Grecia y por enésima vez me contó “la anécdota”, la anécdota de su vida, decía él orgulloso. Yo ya me la sabía de memoria, pero me gustaba volverla a oír. En una de las muchísimas ocasiones que había viajado hasta aquella esquina de Grecia, entre Albania y Macedonia, lo había invitado a cenar un peletero de Kastoriá que quería venderle unos abrigos. Fueron tres en aquella cena, ellos dos y su amigo Christos que acompañaba a mi “tío”. Entremezclando el castellano con el francés, el inglés, el griego y alguna que otra palabra de macedonio, empezaron a beber y a hablar del cielo y de la tierra. Cuando ya estaban un poco borrachos y alegremente melancólicos, al peletero griego no se le ocurrió otra cosa que contarles la ocupación de la ciudad por los nazis y cómo el mejor amigo de su infancia, un compañero de juegos, un niño como él era entonces, tuvo que huir precipitadamente con su familia por ser judíos, escapando por poco y de mala manera. Les perdió la pista y nunca más supo nada de él, no pudo llegar a saber a dónde habían ido, en qué país se habían refugiado. Se acabó la guerra y pasaron los años y el peletero se marchó también, se fue a los Estados Unidos, a New York, allí tenía familia y quería aprender, perfeccionar el oficio. Una tarde, paseando por la ciudad con unos amigos, pasaron por delante de una galería de arte, y, ¡sorpresa! ¡Qué casualidad tan increíble!, allí estaba anunciado el nombre de su amigo judío de la infancia, el mismo que había tenido que huir con su familia de los nazis, aquél del que hacía veinte años que no sabía absolutamente nada. Según parece era un artista, un fotógrafo y estaba exponiendo su obra en aquella galería de arte, allí, en New York. Naturalmente entró, miró al público que había, y al fondo estaba su amigo, ¡sí!, ¡era él! Aquel niño, su compañero de la infancia estaba delante de él, después de tantos años lo tenía ahora enfrente. El azar los había vuelto a reunir. Se reconocieron enseguida. Sorpresa, exclamaciones, abrazos, besos, lágrimas.
En aquel momento, mi “tío bigotes” siempre hacía una pausa, se detenía, bebía un poco, sonreía, me miraba y continuaba. Entonces, decía mi “tío”: “interrumpo la narración del peletero griego, él y Christos me miran sorprendidos, interrogantes y voy y les suelto de sopetón el nombre del niño judío, ¡Lucas Samaras!”
“El peletero griego, se calló quedándose con la boca abierta y los ojos como platos, ¿qué?, ¿cómo, cómo lo sabes? Y del sobresalto y la impresión va, y se cae de la silla, de espaldas. Se hubiera podido desnucar, pero no pasó nada. Se levantó rápido, me cogió de las solapas y me volvió a preguntar, ¿cómo lo sabes? ¿How do you now his name?, me gritaba. Y así entre gritos y preguntas acabó abrazándome y llorando. Mi amigo Christos, que había escuchado toda la narración mientras se bebía una cerveza tras otra y había observado la escena, no entendía nada. Todos estábamos borrachos, y sin saber por qué nos pusimos a reír, a llorar y a cantar”, concluía mi “tío bigotes”, alegre y orgulloso.
Cuando terminaba de contar la anécdota yo siempre le preguntaba, ¿cómo lo sabías?, ¿cómo pudiste saber el nombre de ese niño judío?, es una historia demasiado íntima, le decía yo, casi secreta. No lo sabía, me respondía él, dejé caer el nombre y acerté. Conocía un poco, eso sí, al fotógrafo, había visto alguna de sus fotografías en algún libro y tuve una premonición: ambos eran griegos, ambos de Kastoriá y de la misma edad. Tenía que ser él. Fue un buen acierto, aquel peletero griego aun no se ha recuperado de la sorpresa.
Y todo eso, me preguntaba yo, ¿qué tenía que ver con mis dudas y con la decisión que debía tomar? Nada, no tenía ninguna relación. Excepto que eran personas distantes que la suerte, la casualidad y el azar acercaban. Él no podía ayudarme, nadie puede responder por mí.
¿Conseguisteis hacer el amor como Dios manda?, le pregunté regresando a por su historia amorosa y mal acabada. Sí, me respondió, a la tercera fue la vencida. ¿Hasta la tercera tuvisteis que intentarlo?, sí princesa, sí, hasta la tercera, a partir de aquí todo fue bien. Ya te lo he dicho muchas veces, yo soy muy malo en la cama, todo el mundo se jacta de sus habilidades sexuales, yo en cambio reconozco que soy mediocre, me decía riendo, y yo con él. Luego pasaba a contarme que seguramente alguna antigua amante despechada le había lanzado una maldición o que quizás le había hecho vudú. Pero ¿por qué no construisteis una vida en común?, insistí yo. Por estupidez, por miedo, por pereza, ¿qué se yo?, me contestó enfadado. Fuimos unos tontos, continuó, al menos yo sí que lo fui, ella se casó al cabo de un tiempo y luego le perdí la pista. Se calló durante un rato, para luego decirme: “tenía los pechos tan bonitos como los tuyos”, esta vez no lo dijo sonriendo. Eso quería decir que la reunión había terminado. Era tarde.
Acabamos de hablar cuando ya era casi la hora de cenar. Lo acompañé hasta su casa cogidito de mi brazo. Él iba con su bastón de madera oscura marcando el paso y sin decir nada.
Lo dejé en el portal y regresé a mi casa andando y pensativa, ahora tengo más dudas que antes, una duda que no tenía esta mañana. Si me voy al otro extremo del mundo ya no habrá nadie que me fotografíe cada año, el mismo día y en el mismo sofá viejo y raído
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