sábado, 6 de septiembre de 2008
El peletero/El dogo
16 Diciembre 2006
Cuando vi el anuncio en la prensa algo se puso a bailar dentro de mi cabeza. “Casa en Venta”, ponía el precio, la dirección y un teléfono de contacto. Inmediatamente cogí la escalera y bajé una caja de cartón del trastero. Allí guardaba las postales que a lo largo de los años había ido recibiendo. Empecé a buscar. Y la encontré. Efectivamente, la dirección era la misma, no estaba segura del número, la casa entonces debía ser también la misma.
Llamé al número de teléfono, era una agencia. Concerté una entrevista para el día siguiente a primera hora. Ahora voy a buscar las fotografías, me dije. También estaban en varias cajas de cartón, todas desordenadas. No hice nada más en todo el día que mirar aquellas viejas fotos. Había, mezcladas con otras, varias de la fachada, del salón, del jardín, de la piscina y de su pequeño gran bosquecillo de pinos y de todos aquellos que frecuentábamos la casa. Yo, mi amiga, sus hermanas, su madre, varias invitadas, amigas de unas y de otras y, naturalmente, la abuela. Ella era la única que no podía faltar. Aun la recuerdo, vestida de blanco, su largo cabello gris recogido en un moño, siempre con su bastón y asiendo con fuerza la correa de aquella enorme bestia, un blanco dogo argentino. Aunque podía andar, muchas veces se hacía empujar sentada en una silla de ruedas. Todas mujeres. El único macho que había, biológicamente hablando, era el perro, que mostraba con evidencia que no estaba castrado. En alguna de las fotografías también aparecía la criada. Una mujer tan mayor como la abuela que como ella casi nunca hablaba, pero que hacía todo el trabajo de la casa.
Llegué temprano, pero estacioné el automóvil un poco lejos, quería llegar andando, paseando. Todo estaba igual, pero abandonado, no había nadie en las calles llenas de hojas secas sin recoger. Las otras casas parecían vacías y en muchas de ellas había letreros de “En Venta”. Cuando llegase a la próxima esquina debía torcer a la derecha, entonces la vería. Soplaba viento, las hojas se arremolinaban en los pórticos oxidados, aquellos árboles hacía tiempo que no habían sido podados, sus ramas se balanceaban encima de mi cabeza como más arriba lo hacían unas nubes negras llenas de tormenta. Llegué a la esquina y torcí a la derecha.
Allí estaba la casa. Me asusté al verla, parecía una elefanta vieja sin sus cachorros. Digna, anciana y aun capaz de aplastarte con una sola de sus patas. Una de las ventanas del primer piso estaba abierta y también lo estaba la puerta principal. Entré.
La casa se hallaba en una zona residencial, en las afueras de un pequeño pueblo del interior, de clima templado en verano y no demasiado frío en invierno, ventoso en otoño y lluvioso en primavera. De lugar de moda hace ya muchos años, para veraneantes tranquilos y sus familias, había acabado convirtiéndose en lo que es hoy, una pequeña comunidad fantasma abandonada. La decadencia fue lenta al principio, para más tarde precipitarse en una caída libre. Su sitio fue ocupado rápidamente por las excitantes playas de aguas poco profundas que había unos cuantos kilómetros más allá.
De jovencita y durante algunos veranos fui una de las invitadas de la casa, gracias a mi relación con la hija menor que siempre insistía en que fuese a pasar unos días. Su madre había enviudado hacía muchos años, decía, aunque los números no me cuadraban nunca, a veces eran más, otras menos. Yo me callaba, nunca puse en evidencia aquella disparidad de edades y de años que no encajaban. Tampoco mencioné jamás la ausencia de fotografías del padre. Una vez pregunté por él, pero la respuesta fue tan evasiva que opté por callarme y no insistir.
Yo también era huérfana de padre, pero mis números sí que cuadraban, tanto como mi memoria. Esa coincidencia en nuestra orfandad fue tal vez la que hizo que mi amiga se fijase en mí. Por mi parte me seducía la extraña libertad y también la alegría que allí se respiraba. Era al mismo tiempo excitante y tranquilizador formar parte de aquella pequeña comunidad femenina. Me sentía más segura y confiada y al mismo tiempo también llena de curiosidad, aquellas mujeres parecían saber secretos a los que yo pronto podría acceder. A mi madre no le gustaba su amistad, desconfiaba de algo, pero no sabía de qué. ¿No hay ningún hombre?, me preguntaba. Eso no puede ser bueno, se respondía a sí misma. Pero mamá, nosotras estamos igual, y ¿tu?, dime, ¿por qué no te has vuelta a casar? Entonces se reía y me decía ¿y para qué quiero yo a un hombre?, no sirven para nada. Las dos acabábamos riendo juntas y diciendo alguna vulgaridad. Yo naturalmente no se lo contaba todo a mi madre. No le decía que muchas noches mi amiga se metía en mi cama, según parece muerta de miedo por algún trueno o por el ruido del viento que se colaba por alguna ventana; tampoco le decía que casi cada día nos bañábamos juntas y que desnudas nos mirábamos al espejo comparando nuestros pechos o cual de las dos tenía mas bello en el pubis. ¡Peluda!, me decía mi amiga. ¡Poca teta!, le respondía yo.
Cuando terminaba el verano todas regresábamos a la ciudad menos la abuela, ella se quedaba, siempre vivía allí, en aquella casa, con la única compañía del perro y de la criada silenciosa. Cuando terminaba el verano el pueblo perdía mucha población y el barrio residencial donde se hallaba la casa se quedaba completamente vacío, casi como lo está ahora. En esa soledad hibernada vivía la abuela el resto del año. La piscina se iba llenando de hojas secas y bichos muertos hasta el verano siguiente.
Ahora la piscina estaba vacía y sucia. En la parte más honda había un charco de agua negra. El resto estaba lleno de hierbas y musgo resbaladizo. ¡Eh!, grité, ¿hay alguien? Una cabeza se asomó por la ventana abierta. Era la chica que la agencia había mandado. Si tuviera dinero, la compraba yo, fue lo primero que me dijo. ¡Qué romántico!, todo esto parece estar lleno de fantasmas, ¿verdad? Por eso la quiero comprar, le respondí con una sonrisa. Se rió. Dígame, le pregunté, ¿quién es su propietario actual?
El dogo no se separaba jamás de la abuela. A los demás habitantes de la casa no les hacía el más mínimo caso. A mí me daba miedo. El animal parecía inofensivo, ausente y ensimismado, incluso sabio, pero sabíamos que una sola palabra de su ama era suficiente para ponerle en guardia. Ella afirmaba que le daba seguridad, que cuando se quedaba sola se sentía más protegida. Y también afirmaba con una media sonrisa que era “el hombre de la casa”. No iba desencaminada, fue al final de un verano, faltaba una semana para irnos y los días eran notoriamente más cortos. Entraron a robar. Era de noche y eran dos muchachos jóvenes, casi adolescentes. Todo sucedió en silencio, sin un solo ladrido. Los dos asaltantes no tuvieron ni tiempo de defenderse. Uno quedó tendido en la cocina, y al otro lo cazó cerca de la piscina. En la mano del que parecía más joven quedó la navaja sin abrir.
Todo en silencio hasta que el perro despertó a la abuela y ella a las demás. Todas se pusieron manos a la obra como si ya conocieran su papel de antemano. Mientras cogían picos y palas la madre de mi amiga se me acercó y me dijo: Puedes hacer dos cosas, o nos ayudas a enterrarlos y te callas para siempre o nos denuncias, tampoco será tan grave lo que nos pueda ocurrir, a estos desgraciados los ha matado el perro, no nosotras. Su voz no tenía matices, debes decidirlo ahora, así nos ahorraremos trabajo, afirmó. Estaba intentando pensar cuando ya oí los primeros golpes de pico. Yo me quedé muda. Como no decía nada, alguien puso en mis manos trapos y jabón; limpia la sangre, me ordenaron. ¿Por qué no llaman a la policía?, pregunté al fin, ¡Hay dos personas muertas!, ¿no les dan lástima? Podíamos haber sido nosotras las muertas querida… además, así es mucho más sencillo, me respondieron, ¿qué quieres?, ¿qué se lleven al perro y lo sacrifiquen? A mi dogo no, afirmó contundente la abuela desde un rincón, a mi dogo no lo mata nadie. El timbre de su voz era extraño y el perro, que hasta entonces parecía estar tranquilo, se puso muy tenso. ¿Qué decides?, me presionaron. Voy a limpiar la sangre, les respondí obediente. A la mañana siguiente todo parecía haber vuelto a la normalidad. Mis anfitrionas estaban igual de alegres y felices como siempre. Parecía que nada había ocurrido. Yo, por supuesto, hice la maleta y me fui. Jamás regresé, hasta hoy, muchos años después.
El propietario actual es un banco, me respondió la agente inmobiliaria, la mayoría de estas casas lo son. Quiebras, embargos, hipotecas impagadas, ya sabe, cosas así. Es una casa vieja pero tiene estilo, a su marido seguro que le gustará, me dijo con una vocecita inocente y mirando hacia otro lado. Yo no tengo marido preciosidad, estoy soltera, le respondí mirándola a los ojos. Se ruborizó.
Nos pusimos de acuerdo enseguida. A la mañana siguiente firmamos las arras y al cabo de un mes el notario nos recibió para escriturar la compra-venta. Al salir pasé por delante de una tienda de animales, entré y les encargué un cachorro de dogo argentino blanco y macho.
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