jueves, 25 de septiembre de 2008

El peletero inmóvil



20 Enero 2007

Al convertirse en efigie de sal, Sara, la mujer de Lot, inauguró la estatuaria no religiosa. Este relato es también el mito de la fascinación del mal, pues sólo él es capaz de obligarnos a mirar aquello que debe permanecer oculto.

Con un material tan inconsistente y humilde se fabricó la primera estatua de la historia que el viento se encargó de deshacer de inmediato. Pero lo importante no es la sal, ni tampoco su existencia efímera. Lo importante es el desafío que representa con su mirada hacia atrás. Al igual que el sol fundió las alas de Ícaro, el tiempo petrificó a la también osada esposa del único hombre honesto de Sodoma. Su atrevimiento fue castigado con la parálisis, ese misterioso privilegio de los seres eternos, el extraño don de los inmortales.

La violación del tiempo, la irresponsable y arriesgada pretensión de romper su tela, conducen a la inmovilidad santa, donde la única compasión que se permite es la de conceder a los atrevidos una sonrisa etrusca para pasmo y admiración de mortales.

La inmovilidad, como el silencio y la abstinencia, es también otra de las señales de la sabiduría o de la locura tranquila. Todas ellas necesitan del aislamiento y de la lejanía. Necesitan del desierto y de la oscuridad. De la sombra y casi siempre del secreto.

Pero los vivos somos curiosos, irreverentes y obcecados. Nos gusta simular la muerte, imaginar qué cosa debe ser eso de morir. Extraña pretensión pues aun no sabemos con certeza ni siquiera qué significa vivir, aunque sí somos capaces, sin embargo, de percibir el dolor que ello nos produce. Vivir es doloroso, sentir el paso del tiempo es vivir. La capacidad que demostremos en soportar ese dolor dará la medida de nuestro valor. Y ese valor será tasado en la cantidad de poesía que seamos capaces de generar. Eso es la poesía y, por añadidura, el arte, la capacidad de soportar el dolor que produce la percepción del tiempo.

Nuestro afán simulador nos lleva a elaborar estas estatuas humanas que nos encontramos por algunas calles principales de nuestras ciudades y que sólo se mueven si les echamos un poco de calderilla en el sombrero depositado en el suelo, igual que los antiguos autómatas de los recintos feriales que eran capaces incluso de leerte el porvenir a cambio de esas monedas introducidas en la ranura de la máquina. La inmovilidad y el porvenir pronosticado siempre van juntos porque éste se encuentra en aquélla o ésta en aquél, y viceversa.

La estatuaria, la taxidermia, los hologramas, los dioramas, los belenes, sean estos inanimados o vivientes. Las maquetas, las muñecas y los soldados de plomo o de plástico. Los museos de cera, los monolitos y los mojones, señales escultóricas iconoclastas que marcan los lindes. Lo inmóvil delimita el espacio, son los clavos que enmarcan la tela en su bastidor para ser pintada. Entre sus fronteras se desarrollará un drama de mil colores, sus formas nos recordarán lo que somos. Ellas, las figuras, conseguirán ser nuestra sombra.

Mientras nuestro cuerpo se interponga entre el sol y el muro, la sombra logrará ser nuestra emanación del alma, siempre oscura, o medio gris, de contornos difuminados, la que es conocida por los sabios del espíritu como el aura negra.

Y aunque las mejores poseedoras de sombra son las estatuas, inevitablemente fue Velázquez, una vez más, el que nos dio a todos otra lección magistral al pintar a Pablo de Valladolid con un fondo indefinido, abstracto, donde suelo y pared desaparecen y se funden confundidos el uno con la otra en un espacio neutro y sin ninguna referencia, excepto por la sombra pintada a los pies del modelo, casi un trazo, nada más, pero suficiente para ligarlo a la tierra como sólo puede estarlo alguien vivo. Y ésa y no otra es también la diferencia entre pintura y escultura, la misma que hay entre vivos y muertos.

Si alguien puede dudar de una afirmación tan categórica y contundente sólo ha de pensar que las estatuas jamás nos miran a no ser que seamos nosotros los que nos coloquemos en la única línea de intersección entre ellas y nuestros ojos. Instalados en esa delicada trinchera, pasamos de verlas a mirarlas consiguiendo traspasar así el umbral de su ceguera. Este umbral, esta frontera, es inhabitable por definición, nadie puede vivir en ella so pena de convertirse en una estatua de sal.

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