viernes, 12 de septiembre de 2008

El peletero eunuco



30 Diciembre 2006

El sexo es un arma termonuclear, su poder consiste en no ser usada al descubrir que al activarse también conllevará inevitablemente la destrucción de aquél que sea tan irresponsable de utilizarla. Andy Warhol supo expresarlo de una manera magistralmente irónica cuando afirmó: “lo excitante es no hacerlo”.

El voto de castidad, la renuncia voluntaria u obligada al uso del sexo, ha sido a lo largo de la historia una de las formas habituales más duras y difíciles para ascender socialmente, adquirir poder, prestigio y respeto. Esta renuncia era adoptada por las clases más humildes que no tenían otro bien que dar a cambio que su sexo o su vida; de entre santos y mercenarios provienen los miembros de las órdenes militares y religiosas que empuñaban la espada junto con la sotana y el crucifijo, o simplemente los desarrapados curas-soldados dispuestos siempre a ponerse en primera línea de fuego, pistola en mano, mientras iban repartiendo bendiciones, disparando a quemarropa y dando la extremaunción a los moribundos. En España tenemos muchos ejemplos a lo largo de la historia de este cóctel mortífero hecho a base de castidad, santidad y muerte; nuestro siglo XIX y parte del XX fueron prolijos en sacerdotes mártires y verdugos, en la guerra contra el francés, en las guerras carlistas o en nuestra guerra civil. Con esa moneda de cambio muchas gentes pobres recibían instrucción, protección, techo, cama, comida y vestimenta. Sabiendo latín podían celebrar misa en la Catedral y en la Basílica y llegar a dar la comunión a los Reyes y a los Emperadores.

El celibato, la castración -incluso la voluntaria- o el desapego que produce la edad o la sabiduría, son sacrificios necesarios para poder acceder a la condición de ángel. Gabriel, Teresa, Francisco, Ignacio, Lawrence, Wittgenstein, Farinelli, o la secta rusa llamada “El Paraíso de las Palomas Blancas”, donde sus adeptos se castraban voluntariamente para lograr la pureza preciada y precipitada que anhelaban. El camino es y era abrupto y pedregoso, lleno de peligros y trampas, todos ellos lo sabían y aunque unas veces obligados, otras renuentes y muchas arrepentidos, aceptaron el reto. Incluso Lucifer dijo sí, aunque mintió, claro está.

Ángeles, diablos, santos, monjes y monjas, capitanes, niños, ancianos, héroes, filósofos, cantantes de ópera, vírgenes, locos y eunucos. Todos ellos libres de esa piedra que los demás llevamos colgada del cuello que, según ellos, nos impide muchas veces levantar la mirada y desafiar al mundo cara a cara. Saben que están hechos de otro material. Su carne no es carne y su sangre no es sangre. Aunque lloran, son orgullosos; aunque se afligen, son altivos. Su memoria es precisa, recuerdan cada uno de los días vividos y, aunque se apiadan, les cuesta mucho perdonar. Jamás olvidan. Están siempre un peldaño por encima de los demás. Muchos piensan que no son de este mundo y algunos, pobres tontos, se mofan de ellos. Hubo incluso aquellos que se convirtieron en espectáculo para las masas, como los castratti, ricos, admirados, alabados y queridos, excelsos querubines cantantes sin mancha. Otros comandaron ejércitos y mandaron sobre los hombres y también hubo aquellos que pensaron por todos los que no podían hacerlo. El sexo era una mácula que debía ser extirpada. Místicos, profetas, gurús, santones y obispos proclamaron la terrible buena nueva: si tu mano derecha te escandaliza, córtatela.

Ese ser, a veces transparente como el aire y a veces opaco como el plomo, es también un mártir que se deja devorar por los leones del circo. Su sacrificio es el de la víctima propiciatoria, gracias a ella todos los demás pueden seguir sobreviviendo y sus pecados ser perdonados. Su sacrificio también es el del silencio, el del que calla, el del que renuncia a la palabra, a la acción y se encierra en la clausura, se aparta de los hombres y busca la cueva en medio del desierto.

La tarea de guardar silencio es la más difícil de cumplir, es la más absoluta de las castraciones y ablaciones. Muy pocos se resisten a la tentación. Antes dejan de fornicar que de hablar. El silencio, más imposible que el vacío absoluto, es el hermano de la nada. El silencio, el más sutil de los conocimientos, el saber callado, mudo, pero ni sordo ni ciego. En ello las mujeres siempre han sido más hábiles y predispuestas, a pesar muchas veces de su incontinencia verbal. El sexo de las hembras se recluye en el interior de su cuerpo al contrario que los hombres que lo poseen externo y predispuesto a mostrarse. El sexo de las mujeres es un pozo de agua limpia, es una cueva oscura, profunda y húmeda que atraviesa la tierra hasta su mismo corazón. En él hay que ser reverente, devoto y mantenerse callado, embriagado en su aroma y sometido a su poder. Allí, en su seno, envuelto en su calor, no hay nada que decir. Como dijo uno de ellos, Wittgenstein, uno de los eunucos de corazón que no de genitales y que lloraba cada vez que se dejaba vencer por la tentación, “de aquello que no podemos hablar, es mejor callar”.

En nuestros días, el prestigio del sacrifico y la renuncia ha tomado otros caminos. La abstinencia sexual se considera ridícula; nuestros nuevos héroes circunvalan el planeta en velero y en solitario, escalan las cimas más altas y se hunden en las más profundas aguas sin oxígeno, y dan vueltas y vueltas a un circuito poniendo en peligro sus vidas.

El tercer sexo es el no sexo, la renuncia obligada, voluntaria o espontánea a su uso. Esa abstinencia nos hace pensar equivocadamente en la inocencia de los niños y en la inofensiva mirada de los ancianos. Nada más falso, ambos están cerca del Paraíso, unos aun lo recuerdan y los otros ya lo vislumbran. Esa es una circunstancia peligrosa y privilegiada, ignora los compromisos y alimenta los remordimientos, pero también predispone a la generosidad. Instalada en ella es tan fácil matar como dar tu vida a cambio.

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