martes, 2 de septiembre de 2008
El peletero en el harén
6 Diciembre 2006
Hay una vieja historia que cuenta que el secreto del poder se halla en un cofre sin llave. Este cofre se encuentra encima de una mesa que hay en el centro de una habitación sin puerta, sólo una ligera cortina nos impide el paso. Cualquiera puede descorrer esa cortina, entrar, abrir el cofre y conocer ese secreto. Cualquiera puede hacer tal cosa.
En el año 63 a.C. Cneo Pompeyo el Magno, tomó Jerusalén para Roma. Conquistó la ciudad entera y su Templo, osando entrar en el Sancta Santorum para así conocer al dios de los judíos. El Sancta Santorum era una habitación pequeña con una cortina por puerta. Una vez al año, por Pascua, el Sumo sacerdote del Templo entraba en ella y pronunciaba el verdadero nombre de Yahvé, nombre secreto que sólo él conocía.
Pompeyo salió muy defraudado de su visita; en aquella habitación no había nada, ni mesa ni cofre, estaba completamente vacía. ¿Cómo podían aquellos judíos?, se preguntó muy extrañado, ¿adorar a un dios sin rostro y sin cuerpo?
El harén oriental o el gineceo griego, siempre han sugerido un lugar de placer, para la mayoría de hombres y muchas mujeres. Sin embargo lo que siempre han sido es un centro de poder, del que muchas veces la primera víctima era el propio macho dominante (señor de la casa). Lugar cerrado, prohibido y antiguamente sagrado; según parece tuvo su origen en las prostitutas del templo, mujeres también sagradas que con sus propios hijos proveían de niños al altar de los sacrificios del dios que pedía sangre fresca y tierna. El convento, el monasterio y el burdel -y quien sabe si la cárcel- son también descendientes de este poder quieto, inmóvil y temido. Muchas mujeres antes, y ahora en la actualidad africana, aceptan los votos cristianos y se hacen monjas para ser más libres y autónomas lejos de los hombres. Durante un tiempo suspenden su compromiso para quedarse embrazadas y así volver más tarde, siendo madres “de verdad”, al redil de la Iglesia. En el mundo musulmán el velo es también, paradójicamente, una protección frente al mundo masculino.
Más tarde fueron apareciendo variantes sólo formales y hedonistas del harén, como el baño, la sauna, la terma, la piscina, el solarium, la playa. En estos casos, los lugares son abiertos, en ellos se puede entrar y salir con relativa libertad. Lugares de reunión y placer y por supuesto también de intriga y conspiración amorosa. Y donde hay amor, hay también poder.
El harén estaba jerarquizado, ordenado y especializado, muchas eran las personas que en él vivían y trabajaban. Allí también se moría y se nacía. Esos hijos, todos ellos del señor de la casa, eran la razón y la excusa para la toma del poder, o al menos el salvoconducto para sobrevivir o para morir. Según las estrategias y las alianzas fuesen unas u otras, la esposa vencedora sería ésta o aquélla. Era un “Gran Hermano” sin cámaras.
El simple club o el poderoso sindicato, la secta, la iglesia, la banda, la tropa, la comunidad cibernética o la “familia”, son otros reductos exclusivos y elitistas por lógica interna. Cerrados, y con visado de entrada y en muchos casos también de salida. Todos ellos son espacios tan físicos como mentales. Ordenan nuestra vida como el decorado encamina y obliga a los actores más que su texto. La arquitectura es un buen ejemplo y reflejo de este orden mental, construyendo lugares de acceso abierto y libre que facilitan tanto la circulación como la reunión. O bien todo lo contrario, la casa mediterránea, cerrada en sí misma alrededor del patio o del claustro. O la casa musulmana, hija de la anterior, pegada a sus vecinas y sin dejar espacio para las calles, que de tan estrechas, parecen túneles, oscuros y enrarecidos. Laberínticos.
El harén era toda una ciudad, se encontraba dentro de la que también era otra ciudad, el Palacio, o Ciudad Prohibida, ubicada ésta en un lugar preeminente de la Gran Ciudad. Tres ciudades, una dentro de otra. Calles, avenidas, plazas, salones, habitaciones, estancias. Un auténtico laberinto. En las antiguas edades heroicas, ese laberinto lo habitaba un ser que comía carne humana, como el dios de las prostitutas sagradas. Sus súbditos debían entregarle periódicamente nuevas entregas de jóvenes para satisfacer su apetito. Sólo un héroe podía ser capaz de entrar en el laberinto y matar al monstruo. Teseo lo hizo.
Ahora el laberinto está vacío, se ha convertido en una simple habitación a la que se accede a través de una cortina liviana. En su interior se halla el cofre del que ya hemos hablado y que no cierra ninguna llave. En él se guarda el secreto del poder. Cualquiera puede entrar y mirar.
El Gran Pompeyo lo hizo. Su triste y desgraciado final demuestran que no entendió lo que vio, cosa que sí hizo su rival Julio César que, sin ni tan siquiera tener que conquistar Jerusalén o matar al Minotauro, supo qué había y qué hay dentro de ese cofre sin llave.
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