viernes, 1 de agosto de 2008
El peletero/Una vida fácil
18 Octubre 2006
Aun no era demasiado vieja cuando me fui de casa. Acababa de cumplir los dieciocho y a mí ya me parecía que tantos años eran el fin del mundo. Al menos ese era el lugar a donde quería ir cuando compré el billete de tren, al fin del mundo. Sólo conseguí llegar quinientos kilómetros más allá. Mis ahorros tenían el paso corto.
Durante el trayecto tuve que soportar a uno que quería hacerse el simpático, a una madre con dos hijas pequeñas y consentidas que no paraban de chillar, a otro que también quería hacerse el simpático conmigo y a uno más que no paraba de sonreírme. Al otro lado del pasillo y frente a mí, una mujer ensimismada, con cara de pocos amigos y que no miraba a nadie.
En un extremo del vagón había un grupo de muchachos que no paraban de cantar al lado de dos ancianos que parecían encantados. Un hombre calvo, una chica despeinada leyendo. Una niña atemorizada.
El vagón del bar estaba lleno, ni se cabía ni tenía dinero, pero dejé que uno se hiciera ilusiones y me invitara a un bocadillo y a una coca cola que tomamos de pie y donde pudimos. Eso lo había aprendido de niña, sabía conseguir cosas a cambio de nada. Si el otro se enfadaba y reclamaba su parte, también sabía quitármelo de encima; hasta ahora casi no había habido necesidad de usar la violencia.
La mujer y sus dos hijas histéricas se apearon a medio camino, en su lugar se instaló un matrimonio un poco mayor que mis padres. Parecían limpios y ordenados. Nada más sentarse me sonrieron con interés y al poco rato empezaron a hablarme. Más tarde las preguntas ya eran directas. Y al final ya sabían que no tenía alojamiento ni dinero. Se alegraron al saber que mi destino era también el suyo. Les dije también que era huérfana, que nunca había conocido a mi padre, eso último lo solté mirando fijamente a los ojos del hombre, noté como su nuez se movía al tragar saliva. Luego, la miré a ella y le confesé que mi madre hacía seis meses que había muerto, que fregaba escaleras y estas cosas. No tardaron un segundo en ofrecerme su casa. Me resistí lo justo y acepté. Enseguida supe que no tenían hijos ni abuelos a quien cuidar, sólo una hermana mayor de él que los visitaba muy a menudo y una tía de ella que vivía en una residencia. Me describieron el piso, la que sería mi habitación, que podría entrar y salir cuándo y cuánto quisiera, el balcón, las flores, el televisor que me comprarían, el papel de las paredes y los yogures que tomaban. Empecé a ponerme nerviosa.
Chica, me dije, acabas de escaparte de casa, has dejado a tus padres plantados, ni siquiera saben que te has ido y ¿ahora, te vas a ir a vivir con dos viejos que se le parecen? Dejé de pensar durante un buen rato sin responderme, mientras veía aquellos dos mirarme de arriba abajo. Que extraño, se hablan, se miran, pero no se tocan. Es cierto, a pesar de lo estrechos que eran los asientos, ni se rozaban. No quiero molestarles, les dije, estaré poco tiempo, hasta que encuentre trabajo. Claro, hija, claro, lo que tu digas, no tengas prisa, no es necesario tenerla.
Yo no sudo con facilidad, pero mis axilas sin depilar ya estaban mojadas y una inocente gota de sudor me estaba resbalando por el escote demasiado grande que dejaba ver mi pequeña camiseta sin mangas. Los dos estaban absortos observando el acontecimiento. Sin perder en ningún momento la sonrisa no dejaban de mirar aquella perezosa gota que no terminaba de caer.
Voy al baño, les dije. Al levantarme me di cuenta que el vagón estaba en silencio, los que cantaban habían callado y los crios que chillaban se habían dormido. Sólo rumoreaba en voz baja algo incomprensible la mujer ensimismada que no miraba a nadie.
Me entretuve más de la cuenta, al salir, ella me estaba esperando en la puerta del lavabo. Pensé que te había ocurrido algo, pequeña. ¿Te encuentras bien?, me preguntó. Sí, sólo estoy algo cansada, le respondí. En casa podrás dormir y descansar todo lo que tú quieras, ya verás como te encontrarás a gusto. La miré asustada. Me cogió la mano y empezó a acariciármela, nadie te va a pedir que hagas aquello que no quieras hacer, ni mi marido ni yo te lo pediremos nunca. Ahora ven, siéntate con nosotros y duerme un poco, pronto llegaremos. Así lo hice, regresé al asiento, me dejé caer y me dormí.
Al despertar, ya habíamos llegado. Estaba más cansada que antes de dormirme. El hombre llevaba mi pequeña bolsa con mis cuatro cosas. Casi tuvieron que ayudarme a levantarme. Desconocía aquella ciudad, su nombre estaba en mi billete de tren y en los mapas que había estudiado de pequeña en la escuela. Subimos a un taxi, yo sentada y apretujada entre ellos dos, mirando impávida aquellas calles nuevas para mí.
Nada más llegar me acostaron en lo que de ahora en adelante tenía que ser mi cama.
Ya no recuerdo nada más. O no quiero recordar nada más. Sólo sueños, con una luz y el llanto de un niño.
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