martes, 22 de julio de 2008

El peletero velazquiano



16 Septiembre 2006

La biblioteca de Rodríguez de Silva Velázquez, “Velázquez” estaba casi sólo compuesta de libros científicos y técnicos. También habían estados de cuentas, relaciones de cosas, inventarios. Nada de o sobre, arte o pintura. Tampoco dejó escrito ningún epistolario o diario donde poder encontrar y saber lo que pensaba sobre las cosas y las personas que poblaron su vida. De él sólo tenemos apuntes biográficos y su obra. Su familia, esposa, hijos y amigos, siempre fueron sombras apagadas en una habitación a oscuras. Nada sabemos de él.

El gesto de su mano, la luz de sus ojos, el color del aire que respiraba, la mancha de óleo, son todos ellos magros restos de alguien que mantuvo silencio. De alguien que siempre consideró que era mejor callar sobre aquello de lo que no se puede hablar. Nosotros, también respetaremos la dignidad de esa página en blanco y nos conformaremos, que es mucho, con lo que sus ojos vieron y sus manos pintaron.

Los niños son personas enteras, acabadas y terminadas. Completas, no les falta ni les sobra nada. No son ningún proyecto. Son todo lo que pueden ser, que es tanto como lo que se puede ser a cualquier edad.

El Infante Felipe Próspero, hijo de Felipe IV y de Mariana de Austria, tenía que ser Rey.
Nació el 28 de noviembre de 1657 y murió el 1 de noviembre de 1661. Apenas cuatro años de vida, enfermo de epilepsia. Velázquez lo retrató en 1659, cuando sólo tenía dos. Fue uno de sus últimos trabajos, por no decir el último. No sobrevivió a su joven modelo, el pintor murió el 6 de agosto de 1660.

Felipe IV tuvo once hijos, uno murió de joven y ocho en la misma infancia. Sólo dos llegaron a adultos. Uno de ellos fue el futuro Rey de España, Carlos II, nacido pocos días más tarde de la muerte de su hermano Felipe Próspero.

Unos meses después del alumbramiento de este hijo que tenía que ser próspero, el 4 de marzo de 1658 y para celebrar tal acontecimiento, se estrena en el Palacio de la Zarzuela, “El laurel de Apolo”, primera parte de “El golfo de las sirenas”, obra teatral y musical -una zarzuela- de Calderón, inspirada en la “Odisea” de Homero. Estas primeras zarzuelas eran puro divertimento, no pretendían ser otra cosa que un alegre pasatiempo. Y con ese espíritu triunfal que otorga el “laurel”, símbolo de la Victoria, se daba la bienvenida a un futuro Rey.

Velázquez no esperó al futuro para retratar al niño. Con su delantal blanco repleto de amuletos para alejar las enfermedades y el mal de ojo. Con su corto pelo rubio, con su mano derecha apoyada en el respaldo de una silla. Con su vestido principesco de tonos rojos y con la sola compañía de un perro de mirada melancólica, Velázquez pinta la ternura y el desamparo que el tiempo nos regala, en la figura de un niño que como él, pronto morirá.

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