miércoles, 2 de julio de 2008
El peletero pintor
3 de julio de 2006
Dejó la peletería para dedicarse a pintar. Antes combinaba las dos tareas, pero cada una le quitaba tiempo a la otra. Tuvo que decidirse por una de ellas, ambas eran demasiado importantes para él, como para compartirlas entre sí y para sí. Con mucho pesar descartó la peletería y escogió la pintura.
Nuestro peletero pintor no se engaña cuando considera acertadamente que la historia de la pintura termina con Velázquez y sus Meninas. Cuando Velázquez convierte la ventana en un espejo. Con él el espacio pictórico se abre, nos envuelve y atrapa, nos hace estar presentes, tal vez como fantasmas, pero presentes sin duda. Por primera y última vez, nosotros, los seres reales y gracias a la técnica poética y pictórica, habitamos la tela, pisamos su suelo. Esto no había ocurrido nunca y jamás volverá ocurrir. Lo que Velázquez hizo no puede volver hacerse fuera del plagio, pero antes que él ya se vislumbró el camino, que los holandeses y algún que otro italiano recorrieron.
Nuestro peletero pintor sabe también que la pintura es un agujero, no sabemos en dónde, pero el desgarro es real. La pintura siempre nos habla del presente.
Los tiempos han cambiado y nuestro peletero pintor no se hace ilusiones. El bombardeo de imágenes que hoy en día recibimos es abrumador. Sus significados son también otros y tan velozmente cambiantes como el lapso que separa la noche del día. Él no desea estar a la moda, sólo quiere pintar a su manera y disfrutar con ello. Y así está dispuesto a hacerlo aunque tenga que renunciar y sacrificar muchas cosas y también aceptar otras. Constatará decepcionado que su mejor modelo es él mismo. Al igual que muchos otros, como Rembrand o Van Gogh, no tendrá otra posibilidad que autorretratarse en innumerables ocasiones. Su rostro será su campo de batalla, de donde saldrá tantas veces victorioso como derrotado.
El peletero pintor se encuentra sentado en su silla frente a su tela en blanco, tranquilo, tan absolutamente relajado y ensimismado que su mirada se ha desplazado y hace rato que la mantiene clavada, inmóvil en un punto de la pared de al lado, allí donde la pintura blanca muestra una pequeña y casi imperceptible mancha de color indefinido. Así lleva bastantes minutos, reposando su mente, despierto y mirando con atención la pequeña imperfección, la irregularidad, esta señal minúscula del tiempo transcurrido desde que hace seis meses pintó el piso. Sólo ciento ochenta días y la pared ya ha empezado a ser vieja, piensa. Sigue tranquilo, pero también comienza a entristecerse; esta pequeña señal es un descubrimiento inesperado y, bien mirado, una solemne tontería, ponerse triste por una pequeña mancha que incluso puede limpiarse con facilidad en esta pintura plástica es absurdo, lo reconoce, y por dentro se ríe. Cuando me levante, cogeré un trapo limpio, lo mojaré y limpiaré la mancha. Será fácil, se dice a sí mismo, un pedazo de sábana vieja y agua limpia, no necesitaré nada más. Cuando deje de mirar la mancha, me levantaré, iré a la cocina, cogeré el trapo y lo mojaré con agua. La cocina está justo detrás de mí y a la izquierda, si quiero ir he de dejar de mirar la mancha, pero es tan pequeña que tal vez, cuando regrese para limpiarla no sepa encontrarla, ¿dónde estará?, ¿más arriba o más abajo?, ¿más hacia la ventana o más cerca del suelo? No está ya tan tranquilo, empieza a dudar, la mancha sigue allí y él no puede dejar de mirarla. ¿Atrapado por una mancha pequeña de color indefinido que quizá sólo él es capaz de ver?
Al cabo de dos meses encontraron al peletero pintor bien muerto, sentado en la misma silla y con los dos ojos abiertos mirando no sé qué.
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