lunes, 21 de julio de 2008

El peletero payaso



13 Septiembre 2006

Andaba cuatro pasos con aquellos enormes zapatones, tropezaba y caía. Su redonda nariz roja chocaba de mala manera contra el suelo. Sus pelos color fuego se despeinaban aun más. Se levantaba y vuelta a empezar. Así, innumerables veces. El público no podía parar de reír. ¿Por qué lo hacían? Nuestro futuro peletero no entendía que pudieran reírse de alguien que tropieza y cae. El payaso lloraba de una manera extraña, sin lágrimas y muchos gemidos o con un torrente de ellas y con silencio. El público seguía riendo. ¿Por qué ríen cuando él llora?

Pasaron los años y nuestro peletero entendió la clave del juego, aunque él nunca se rió de verdad, pero fingió hacerlo para no desentonar. En carnaval siempre se disfrazaba de payaso esperando una extraña oportunidad. ¿Cuál?, ni él lo sabía, pero esperaba paciente. Cuando se presente sabré que es ella, se decía a sí mismo. En los cumpleaños también se disfrazaba de payaso y hacía reír a los niños y a sus padres. Aun le costaba entender aquellas risas y que un personaje tan grotesco como él, con un vestido tan absurdo y un maquillaje tan esperpéntico las pudiera provocar. Pero así era. En los fines de semana y en las horas libres que podía arrancar a su principal obligación de peletero, fue especializándose también en animador de fiestas infantiles.

Hasta que un día, un niño no sólo no rió sino que rompió a llorar entre temblores. Él intentó calmarle, tranquilizarlo, pero todo era en vano. Las caídas fueron más brutales, los tropezones más espectaculares y los gemidos más chillones. Nada dio resultado, el niño seguía llorando y temblando de miedo. Nuestro peletero payaso entendió que aquella era la oportunidad que tanto tiempo llevaba esperando, de golpe se le había revelado cual era el auténtico sentido de un payaso. Nuestro peletero siguió actuando con más énfasis, ahora sí que le ponía pasión a su actuación. Este primer día fue uno, pero al siguiente consiguió que fueran dos, al otro tres, cuatro, cinco, hasta que un día los padres lo echaron, también temblorosos y temerosos como sus hijos. Un payaso que hace llorar, un payaso que da miedo, no puede ser, se decían.

Sí que puede ser, pensó él, ya veréis como sí. El sabía que lo contrario de la risa no es exactamente el miedo, la tristeza sí, pero no el temor a sufrir un daño o a perder la propia vida. Sin embargo, para reír con tranquilidad y con alguien, se requiere la paz y la seguridad que ella conlleva. Incluso para reírse de alguien, para burlarse de él se necesita la superioridad que el poder tiránico otorga. Alguien apenado no reirá, pero a alguien atemorizado se le congelará la risa en la boca.

Su mala fama creció hasta el punto que ya nadie quería contratarle en las fiestas de aniversario de sus hijos. Tuvo que abandonar su modesta vocación dramática. Ni siquiera un tímido intento de actuar para público adulto tuvo éxito. Los espectadores abandonaron el anfiteatro atemorizados y descompuestos. Los pocos críticos que vieron su fracasada representación no supieron explicar la sensación de auténtica amenaza que a partir de aquel momento se cernía sobre ellos.

Tuvo que desistir, como es normal nadie quería sentir auténtico miedo. Incluso hubo quien lo denunció por amenazas, pero el arte es un saco donde todo cabe, incluso…

Pero nunca nada malo ocurrió. Nuestro pobre peletero payaso tuvo que renunciar frustrado al noble arte de atemorizar y apesadumbrar. Guardó su peluca, su nariz roja, sus zapatones, sus pinturas para el maquillaje, sus enormes pantalones. Todo su ajuar quedó encerrado en un baúl y con él las esperanzas que se había forjado de dar alma a este ser del que todo el mundo huía. Este fracaso vital y artístico lo trastornó de tal manera que no sólo le cambió el ánimo, su rostro también se transformó. El rictus, las arrugas, las proporciones, la mirada, todo su perfil mudó, incluso lo hicieron también sus manos y el color de su piel. De un pálido casi blanco en la frente a un azul oscuro en los ojos y a un rojo sangre en los labios. Su descuidado atuendo no ayudó. Nadie deseaba su compañía, todos se apartaban de él. Tuvo que cerrar la peletería y acostumbrarse a vivir con penurias cada vez mayores. De la caridad pública consiguió chaquetas a cuadros cuatro tallas más grandes, zapatos rojos y enormes, y pantalones que tenía que anudar con una simple cuerda. Empezó a beber y después de cada borrachera su nariz era más roja y sus cabellos estaban más despeinados.

Ni siquiera el ataúd fue de su talla cuando lo enterraron después de encontrarlo muerto en una esquina de una calle entre basuras. Alguien sin miedo o de otro mundo le había dado una paliza de la que no pudo sobrevivir. Su aspecto no resultó peor que cuando estaba vivo. En una fosa común descansa, esperemos que los muertos que lo acompañan no huyan despavoridos.

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