jueves, 10 de julio de 2008
El peletero angelical
19 de julio de 2006
Salir de una pintura del Bosco, con sus infiernos, sus diablos y sus monstruos y penetrar en una de Boticelli, con sus dulces paisajes, sus ángeles y sus bellos dioses, no es una oportunidad que se le presente a cualquiera. A Marcello Rubini sí. Al final de “La dolce vita” un ángel lo llama desde la otra orilla de un pequeño y poco profundo meandro. Sólo tiene que mojarse ligeramente los pantalones, dejar atrás el monstruo surgido de las profundidades del océano, que ha estado contemplando tirado en la arena, moribundo ya, y acercarse al ángel que lo llama y que le habla y al que ya conoce. Sus simples palabras le redimirían. Su hermoso rostro le apaciguaría. Su delicado cuerpo le guiaría a través de nuevos senderos. Pero Marcello Rubini se hace el sordo y el pusilánime. Se incorpora con pesadez y se despide de él con una sonrisa indolente y triste para seguir a los diablos que lo han guiado a través de la noche.
El ángel de Marcello es una adolescente rubia que sirve comidas en un restaurante de playa. Marcello está intentando escribir mientras contempla el mar y oye una música de moda que suena en la radio. La arena casi le llega a los pies, pero un techo de cañas le protege del sol. El ángel quiere ser mecanógrafa y mientras prepara las mesas baila inocentemente al compás de la música. Marcello se maravilla mirándola, su encanto es más poderoso que el del mar. Mientras tanto, la página en la máquina de escribir permanece en blanco y la luz atraviesa, rota y a flechazos, el humilde techo de cañas.
Pasolini vivió y murió en una de esas playas, llenas de cobertizos, caminos, barracas, tenderetes, pinares a medio desaparecer y olor a spaghetti. Restaurantes ilegales, familias ruidosas y vendedores ambulantes de cualquier cosa que pueda ser comprada. Pasolini compró, vivió y murió en una de esas playas llenas de sol, arenas sucias y ángeles soñando con ser mecanógrafas.
La exuberante Sylvia que viste una fea capa de pésima piel blanca que no nos atrevemos ni a calificar, y que pasea por medio mundo sus deslumbrantes ubres, ha de rogar a Marcello que en plena madrugada romana le traiga un plato de leche para un pobre gatito vagabundo, tan romano como Marcello.
Roslyn Taber también ha de suplicar y rogar a Gay Langland que suelte los caballos que tan esfuerzo le ha costado capturar. En “The Misfits” no hay alternativa, o la naturaleza de la mujer o la otra. Roslyn siente como propio el sufrimiento de los hermosos animales, ella es tan vulnerable como ellos, y Gay ve como todo su mundo se desmorona, todo lo que él ha amado se termina y no hay alternativa excepto la compañía de una preciosa mujer. ¿Es ella su salvación?, o ¿es ella su condena? ¿Hemos llegado realmente al final? ¿Las hermosas planicies de Nevada, se van a quedar ahora más vacías? Pasolini lo sabe, pero no nos lo puede contar.
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