sábado, 7 de junio de 2008
El peletero enamorado
17 de mayo de 2006
Su piel y sus ojos tenían el color de la aceituna y sus cabellos también. Era alto, de espaldas parecía un inglés y de frente un berebere. Pero era un andalusí con un nombre de flor.
Andaba sin pisar el suelo y hablaba sin levantar nunca la voz. Suave, dulce y también invisible según como le caía la luz.
Sus clientas se enamoraban perdidamente de él, y él de ellas. El abrigo te lo regalo querida, les decía, sólo te cobro lo que valen mis manos. Entonces se las mostraba, abiertas de par en par, como si ellas fueran unas gitanas adivinas, del derecho y del revés, largas y esbeltas, y con la manicura perfectamente hecha. Ellas no podían evitar soñar con las caricias de aquellas manos, ni él acariciarlas disimuladamente cuando hacía las pruebas de sus confecciones. Una pinza aquí, una costura suelta allá. Una sisa muy apretada o un vuelo demasiado ancho. Sus dedos se desplazaban por el cuerpo de ellas quitando y poniendo agujas; cosiendo y descosiendo. Les apretaba descuidadamente la cintura o sin querer les rozaba el cuello o el pecho.
Y todo ello frente a uno o varios espejos, como en el mejor de los burdeles. Él delante de ellas o a sus espaldas, de pie o de rodillas. Con su inmaculada bata blanca no paraba de dar vueltas a su alrededor con las agujas y las tijeras. Su perfume masculino las envolvía mientras él tampoco paraba de olerlas.
¿Bien?, ¿qué te parece?, la semana que viene hacemos una prueba más y ya estará casi listo.
Naturalmente pagaban por aquellas manos, aquellos ojos y aquel olor todo lo que él les pedía, que era mucho. ¿Y el abrigo? El abrigo nunca importaba. Nunca fue la razón por la que ellas iban a su tienda. Ni tampoco la razón por la que él la abrió en su día.
¿Qué mejor razón podía haber que el amor?, sin duda ninguna otra. A él lo hacía ser un magnífico peletero y a ellas unas clientas satisfechas y contentas.
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